Justo cuando empiezo a tomarme en serio lo de apuntarme a Netflix dicen los audímetros que el consumo medio de televisión en España se sitúa en 261 minutos al día por persona (no por hogar), cinco más que el mes pasado y seis más que en enero de 2017. Es decir, que a cada español nos corresponden cuatro horas y veintiún minutos cada jornada delante de la pantalla. Luego salen los rankings de los programas más vistos en esos 261 minutos y todo encaja: ya sea en los shows nocturnos con mayor tirón o en la producción nacional de ficción, lo que prevalece es la perdurabilidad de la España más rancia, pobrecita, supersticiosa, machista, la que perpetúa el chiste reaccionario, la burla al gordo, la baba caída ante un buen par de tetas, la ridiculización del contrario a cuenta de su apariencia cuando no se saben rebatir sus ideas. Y conviene apuntar, entonces, lo que esta información sobre el consumo nos dice realmente: frente a quienes dan por conquistado el imperio de lo políticamente correcto, quienes consideran hoy intolerable una serie como Friends por sus contenidos homófobos y quienes tienden a cubrir las ninfas desnudas de un lienzo romántico en pro de la sensibilidad y el respeto, son muchos menos de los que creíamos en relación a quienes se dejan las cejas cada noche para ver cómo un figura calibra en directo a una actriz famosa como si fuese una pieza de ganado. Y es que hay una diferencia fundamental: los apóstoles de la censura disfrazada de corrección tienden a organizarse en las redes sociales, cuentan con un porcentaje más que notable de la opinión pública a su favor y en su mayoría pertenecen a una generación que ha sabido hacer de la información especulación, hasta el punto de excitar la ilusión de que sus ideas son mayoritariamente compartidas (y, por tanto, necesariamente buenas). Ver la tele constituye, todavía, un acto íntimo, doméstico, ceñido a la cotidianidad del hogar, cuya única proyección viene dada por los audímetros. Esta mayoría abúlica consume en silencio. Los debates no van con ella. Es tan enorme como invisible.

Ergo: la sociedad líquida que profetizara Bauman tiene su razón de ser, pero preferiblemente en un orden especulativo. Aquí, la España más sólida no ha cambiado tanto como creíamos. Sigue reaccionando de manera más o menos similar a los mismos estímulos. La Movida de los 80 permanece bien elevada en todos los altares, pero habría que admitir que aquel país también habría aceptado sin reservas que Operación Triunfo tiene algo que ver con la música (lo hizo, de hecho, con otros formatos; es verdad que entonces existían programas como La Edad de Oro y Metrópolis, pero ni entonces los veían tantos ni son tantos los que hoy los echan de menos: una minoría organizada, elitista y snob sigue siendo minoría). La cuestión de fondo es, todavía, la creación de un espacio social, cultural y político distinto tanto de la abulia como de la censura, de la moda vana y pueril y del embrutecimiento, porque ambos son reflejos del pensamiento débil. Adivinen quién sale ganando con los 261 minutos de marras.

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