Muertos que caminan

18 de julio 2025 - 03:06

Nunca he tenido la capacidad de ver más allá. Visité Itálica una vez, y no supe ver más que restos y ruinas, hileras de piedras, mosaicos apagados, arbustos secos. El esplendor del pasado se apagó en el camino a mis días, como si viviera en el fondo del océano y la luz del sol se muriera antes de alcanzarme. Sólo si el estado de conservación es prácticamente absoluto puedo pensar y sentir ese lugar como propio, como un espacio más en el que mi vida podría desplegarse.

Por eso para mí y para mi imaginación torpe los documentales han sido siempre un entrenamiento útil, especialmente aquellos que, por no existir entonces formas de capturar el mundo en movimiento, ofrecen elaboradas reconstrucciones en las que, ante nosotros, los antiguos erigen sus pirámides o libran sus sangrientas batallas.

Tal vez por todo esto considere que el hecho cultural más importante no haya sido la invención de la escritura o de la imprenta o de internet, sino la de la fotografía, y por encima de ella, la del cine. Puedo sentir un escalofrío al ver la Cueva de las Manos, esa pared llena de siluetas de manos estarcidas hace diez milenios, pero nada de esto supera a la emoción de ver el tiempo correr de nuevo en las antiguas películas, de ver pasear y reírse, arreglados y dichosos, a los muertos.

Hay un par de documentales sobre los Lumière, dirigidos por Thierry Frémaux –¡Lumière! Comienza la aventura y ¡Lumière! La aventura continúa– que asombran especialmente por rescatar, brillantemente restauradas, las primeras imágenes rodadas por los hermanos franceses. No sólo recogen las más conocidas, convertidas ya en lugares comunes de nuestra imaginación colectiva: la salida de la fábrica, la llegada del tren, el bromista de la manguera. También aparecen, como poderosas explosiones, otras inesperadas, inéditas o recónditas, vídeos del París finisecular, con sus bastones y sus sombreros, sus sombrillas, sus polisones, sus edificios y su aire calmo, su paz, toda la violencia antisemita (acababa de estallar el caso Dreyfus), toda la violencia aún por llegar a Europa, escondida en los márgenes.

Imágenes como estas, traídas de nuevo a la vida, constatan el poder y la limitación de nuestros sentidos, y por encima de ellos y nosotros, la eternidad del tiempo, su inabarcable camino, nuestra incapacidad para volver atrás salvo en sombras, en recuerdos y en sueños, en hábiles engaños.

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