La mujer de los gatos
El mundo de ayer
Nosotros también, sin saberlo, damos sentido a una mínima parte de muchas vidas que ignoramos
Cuando paro por Sevilla voy siempre a comer con mis padres, y de camino a su casa, siempre en el mismo lugar, suelo encontrarme a una mujer muy mayor, encorvada entre los setos con su andador. Las primeras veces pensé que descansaba de un paseo o que esperaba a alguien, aunque parecía estar muy sola. La soledad de otros nos hiere, algo en ciertas personas que nos cruzamos nos interpela y por ello siempre intentamos ignorarlos.
Pronto descubrí que su soledad estaba atemperada por la compañía de dos o tres gatos callejeros a los que alimenta. Los he visto esperar agazapados tras las rejas, contonearse por las finas canillas de su benefactora cuando acude a su cita. Con lentos y cuidadosos gestos les da de beber y de comer en envases de plástico con tapa, de los que dan los bares baratos cuando pides llevarte las sobras. Es una sociedad secreta que da sentido a sus vidas y en la que temo entrometerme, una de las miles de historias que llenan cualquier ciudad y la siembran de promesas y misterios para el que camina y al caminar mira.
Creo que fue Macedonio Fernández quien escribió que todo ayuntamiento que se precie de útil debería contratar a un hombre que fuera la viva imagen de la desesperanza, que arrastrara sus pasos por las calles y diera mucha lástima, con el fin de que todo el que se lo cruzara pensara: “Bueno, al menos no me va tan mal como a ese”, y así se fuera algo más contento que antes. Mucho nos une a muchos y no lo sabemos. Alguien en Twitter contaba hace poco que después de comprar, guiado por el azar y la curiosidad, tres libros en una librería de segunda mano, había advertido que todos tenían el mismo exlibris, y que esa selección tan personal lo había hermanado inesperadamente con un lector invisible, de quien nada más sabía y de quien no necesitaba saber nada más para sentirlo cerca.
Es la misma gratitud y cercanía con que Baudelaire cierra su poema Al lector: “Hipócrita lector, mi semejante, mi hermano”. Daba igual quién fuera; con tal de que la suerte lo llevara a las orillas de sus letras, era su hermano. Lo casual, con voluntad o con constancia, se vuelve inevitable.
Yo creo también que si uno quiere puede oír la voz de un lugar, como ocurre en las películas, y que ese lugar, que nos ha visto nacer o crecer y nos conoce, espera que crucemos una calle o doblemos una esquina, nos reserva secretos horizontes y encuentros, día tras día. Nosotros también, sin saberlo, damos sentido a una mínima parte de muchas vidas que ignoramos. De un modo oculto e irremediable, hermano mío, nunca estamos solos.
También te puede interesar
Brindis al sol
Alberto González Troyano
Un premio más que justificado
Monticello
Víctor J. Vázquez
La Transición de Almodóvar
El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
Izquierda y derecha
Lo último