La esquina
José Aguilar
Yolanda no se va, se queda
Octubre abre el primero de los dos trimestres perfectos de la ciudad que, por ser consecutivos, crean el semestre más sevillano. Que, para mí y para muchos, tienen la singularidad de empezar y terminar en un mismo lugar: uno en la calle Feria, otro en San Lorenzo. El que se abre este mes –de Rosario a Esperanza– empieza el día 7 en la plaza de los Carros y en la Resolana, y termina en la Resolana el 18 de diciembre tras pasar el 1 y el 21 de noviembre por Omnium Sanctorum y San Juan de la Palma. El que se abrirá el 1 de enero –de Gran Poder a Soledad– empezará en San Lorenzo el primer día de quinario del Señor y terminará allí cuando las puertas de la parroquia hagan, al cerrarse, el perfecto fundido en negro sobre el oro, el fuego, el llanto antiguo, la cruz desnuda y los blancos paños que pone fin a la Semana Santa.
Cuando estas cosas se viven por dentro y a lo hondo, no con magna ostentación y saturación de efimérides (efímeras efemérides), marcan los tiempos de la ciudad para quien tenga ojos para ver en lo oculto, oídos para oír el silencio y corazón para sentirlo sin necesidad de circunstanciales pompas. Son los tiempos raíz que dan vida a lo externo, los tiempos cimiento que todo lo sostienen, los tiempos más verdaderos y callados, anclados en el calendario litúrgico y en la forma en que la ciudad lo ha interpretado a lo largo de los años, de los siglos, viviéndolos en lo íntimo con ese gozo expectante que sabe esperar que llegue el momento único en el que se hará externo; con esa devoción propia, privada, solo de quien la siente, que se hará colectiva y pública, de todos, cuando el tiempo litúrgico, las reglas de las corporaciones y la tradición, no el capricho ni la ocurrencia, lo disponen.
Nada puede impedirnos vivir en lo íntimo este ir de Rosario a Esperanza y de Gran Poder a Soledad que ahora empieza. Pero sí puede hacerlo en lo público, abusado de esas magnas ostentaciones y efimérides. Cuidado que no se dañe más de que ya está dañada, y se rompa en superficiales y ruidosas vulgaridades, tan familiarmente y cotidiana hermosura, devoción y emoción, como le sucede al cántaro del refrán de tanto llevarlo a la fuente. Ya lo decía el de la Triste Figura: “Mira, Sancho, lo que hablas, porque tantas veces va el cantarillo a la fuente… Y no digo más”.
También te puede interesar
Lo último