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Gafas de cerca
Por una puerta lateral mal dimensionada por el arquitecto para el continuo tráfico de personas que ha acabado teniendo, el entrepatio de la facultad da paso al gran atrio central a cientos de estudiantes, profesores y funcionarios cada día, y a todas horas. Es una puerta batiente, de las que se abren con un pequeño empujón de la mano: sus bisagras deben ser repuestas cada pocos meses. Ese extraño estrecho obliga a los transeúntes -como los barcos en el de Gibraltar- a entenderse con gentileza y según normas no escritas con los desconocidos de ocasión y embudo, o, contrariamente, a demostrar su mejorable educación de seres únicos en el trasiego entre los que van de adentro a afuera y viceversa. Es ése un lugar de encuentro que obliga a cierta forma de cortesía consuetudinaria, la de cederse el paso o bien agradecerlo. Aunque los solipsistas aborricados no coticen ese convenio. Son los menos, éstos. Pero como quien huele mal o grita, se notan más que proporcionalmente.
La forma en que nos relacionamos en las puertas, las bullas y colas, los semáforos y pasos de cebra, los atascos o las incorporaciones de la autovía dice mucho del respeto que nos tenemos unos a otros. Qué se puede esperar de un sitio en el que hasta algunos conductores de autobuses públicos -mayormente vacíos- se comportan como macarras, haciendo sonar el claxon por un quítame allá esas pajas (si no estoy muy equivocado, está prohibido por las ordenanzas). Qué esperar una ciudad en la que demasiados ciclistas o patineteros hacen de la acera un sitio de susto y riesgo para los viandantes que -de nuevo, si uno no está equivocado- es un espacio de preferencia de los peatones entre las fachadas y la calzada. La cortesía entre desconocidos de a pie o a motor parece a no pocos ser una conducta de débiles.
La suciedad que los ciudadanos -es un decir- dejan en las calles es directamente proporcional a la pulcritud con la que cuidan sus casas y sus vestimentas, y es ésta una hipótesis bastante plausible. Gente que se coge un Ryanair y vuelve de Berlín o la Bretaña alucinadita con lo limpias que están las calles allí, pero que tira al piso colillas y envoltorios, y hasta escupe en la casa común, que no otra cosa es una ciudad o un pueblo. Gente que proyecta en otros su propio guarreo, señalando al Ayuntamiento como responsable de lo sucio que está todo. Una triste muestra de la infantilización que los maleducados ostentan, afeando la convivencia. Un indicador del desarrollo social de los lugares en que habitamos. Un indicador de andar por casa.
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