La revolución del tomate

En un tiempo en que los gobernantes intentan quebrar la división de poderes, los agricultores no se fían de nadie

Hay épocas en que el progreso es reaccionario y lo reaccionario resulta progresista. Esta reflexión de Schopenhauer no pasa de moda. En los 80, las canciones de la Movida parecían revolucionarias y hoy lo transgresor sería enviar una canción de Manuel Alejandro a Eurovisión. Tan extraordinario como saborear un buen tomate sin que te claven en un restaurante. Los agricultores están que trinan porque no sabemos lo que queremos. Por un lado tenemos el tomate polimérico que sabe a plástico, y por otro el de toda la vida a un precio desorbitado, porque es ecológico, de verdad, el que nos vendían de niños en el ultramarinos. ¿Qué productos usan para abonar la tierra? Lo ignoramos. Pero después de años demandando esos tomates tan estupendos e iguales que no saben a nada, ahora tenemos que pagar un extra para comer los tomates de siempre. Y encima el agricultor es quien menos gana en esta vorágine de un mercado que ni siente ni padece.

En un tiempo en que los gobernantes cuestionan la división de poderes y lo progresista es amnistiar a los delincuentes, los agricultores protestan a su aire porque ya no se fían de nadie. Las organizaciones agrarias se lo tienen que hacer mirar. Y también las fuerzas del orden, porque tras el enésimo día de bloqueo de las carreteras peligra la cadena de suministros y la cosa se pone muy fea. Lo más grande es que nuestros dirigentes se limitan a darles la razón como si no fuera con ellos. La culpa la tienen la burocracia europea y un mercado común que no protege a todos por igual. A los franceses no les gustan nuestros tomates, pero lo que sucede con los tomates también pasa con el pollo: aquí y en toda Europa. Hoy nos comemos un filete que no sabe a nada con la tranquilidad con que los dirigentes nos inyectan un cuento chino. Entre lo políticamente correcto, el neopopulismo y el poderío de las redes sociales, vamos hacia una sociedad antipática donde nada es lo que parece porque todo es mentira. Una sociedad que renuncia a la cultura del esfuerzo y que en definitiva pretende cambiar el campo real por un escenario idílico sin agricultores ni ganaderos ni olor a estiércol porque las vacas también contaminan. Una sociedad que celebra como lo más revolucionario que los tomates sepan a tomates y las fresas a fresas. ¡Albricias! No se dejen engañar por los productos a dos duros que parecen fabricados en serie, sin una mácula. En el fondo todos sabemos que para conservar su sabor no importa tanto su aspecto como el origen.

Hace décadas lo revolucionario era abandonar el centro de las ciudades para vivir en un espantoso bloque de pisos. Hoy lo extraordinario pasa por mudarte a un pueblo a respirar aire puro lejos del ruido. Los niños no podrán ir al psicoanalista pero verán a una gallina poniendo un huevo. Y también podrán sembrar tomates de gran categoría.

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