La esquina
José Aguilar
Ya no cuela el relato de Pedro
Puedo asegurar que se siente cierto halago cuando recibes “likes” en las publicaciones que subes a las redes, sobre todo en los selfies si ya tienes una cierta edad. Por un lado, se denosta a la gente madura si relegamos esa actividad a las y los jovencitos; por otro, considero que, en el fondo, se trata de una actitud reproblable en cualquier caso. No tanto el hecho de colgar una foto tuya públicamente como revisar los “me gusta” con cierta inquietud. Cuando he reflexionado sobre esto me he visto inmaduro e inseguro, y de esto no debemos sentirnos especialmente orgullosos.
El mito de Narciso nos orienta hacia la visión de la vanidad y el egocentrismo, que son verdaderamente dos valores nefandos. Actualmente, dicho mito se impregna de las intachables diferencias entre público y privado, aunque como bien es sabido, hoy en día se funden y se confunden. La dicotomía privado/público suele ser usada hipócritamente cuando nos interesa. En determinados casos distinguimos perfectamente sus lindes.
Pero por ahí no va la cosa, ya que uno tiene el derecho a quererse y a amarse. Es más, los psicólogos suelen recomendarlo. “Para querer a los demás, uno ha de quererse primero”, cacarean a los cuatro vientos. Hay frases tan manidas que van perdiendo su sentido. La cuestión va por el asunto de esperar la aprobación o admiración de los demás constantemente. Que te digan guapo o guapa se agradece. Que necesites que te lo digan es lo preocupante. Entramos ya en el árido tema de la baja autoestima, falta de amor propio y apremiante necesidad de admiración.
Cada día veo rostros y cuerpos repetidos hasta la saciedad mostrando siempre los mismos rictus, igual que Obama y su idéntica e hierática sonrisa en mil instantáneas. Pero este buen señor no necesita llamar la atención obviamente. Todo esto pertenece a su imagen pública.
Así es, a lo anterior hay que agregarle el afán de notoriedad y popularidad que a toda costa muchos individuos necesitan. Si profundizamos mucho más, podríamos pensar que es una respuesta innata, genética y atávica al miedo a desaparecer o a no ser recordamos cuando ya no estemos en este mundo. Desde este punto de vista, sería loable la consideración de que todo ser humano tiene derecho a buscar su particular inmortalidad.
Mas no olvidemos que Narciso fue castigado por Némesis y condenado a enamorarse de sí mismo. Por ello se ahogó en las profundas aguas, las aguas procelosas de nuestra subjetiva belleza; aunque disponemos de una bella flor que nos lo recuerda: el narciso.
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