Reflejos de Málaga
Jorge López Martínez
¡Que viene el ‘loVox’!
De la dureza de este verano me he quejado mucho. Pasó lo del aire acondicionado, que no funcionaba, ni había quien lo arreglase. También conté que tenía mis dos vespas antiguas, niñas de mis ojos, estancadas en los atestados talleres. He tenido que conformarme con una vespita moderna (sólo 23 años) de 50 c.c., sin marchas ni nada, de plástico y, encima, gris, que se compró mi mujer de lo encantado que me veía con las mías.
Esa moto fue mirada por encima del hombro desde el principio. Mi mujer la conducía… poco: prefería venir conmigo. Varias veces perdió la batería de pura inactividad y una vez hasta le caducó la gasolina. Dormía como el arpa de Bécquer, en el ángulo oscuro, de su dueña y de su dueño consorte olvidada.
Pero este verano he tenido que moscardear con la de gananciales, ay. Mi vecino el arquitecto Manuel Fernández van Kretschmar, tan esteta que tiene su propia añosa vespa roja, lamentó la pérdida de categoría de nuestra calle desde que yo paseaba por ella con esa birria. Mi amiga de juventud Carola Gálvez, cuando nos reencontramos después de 40 años, lo primero que hizo fue preguntarme por mi vespa, sin saber que con eso estremecía mi corazón. Cuando quedaba con alguien aparcaba lejos, vergonzantemente. He conducido por las calles más apartadas.
Fíjense que los que conducen vespas antiguas –o, si prefieren, viejas– van especialmente orgullosos. Desde fuera, no es para tanto, desde luego. Hay motos –me recuerda mi hija– mucho más espectaculares y deportivas. Pero esa desproporción entre la satisfacción del dueño y la falta de deslumbramiento de los viandantes es una virtud más.
Con todo, hoy, que se acaba el verano, veo que, aún mejor que el mejor de los orgullos, es la humildad. Qué lección me ha dado la vespita conyugal. No nos ha fallado ni una vez. Nos oía despotricar a Fernández van Kretschmar y a mí, pero ella nada, sin perder la alegría, arrancando a la primera. Me ha llevado y traído surfeando olas de calor.
Mis motos serán mis vespas, pero mi modelo moral es la vespa de mi mujer. He entendido, por fin, que los últimos serán los primeros. Me vendrá bien para la vuelta al trabajo, donde no tendré los más rutilantes puestos ni los sueldos más niquelados ni la admiración de los viandantes. Y no me importará. Llevó dentro la lección de la última vespa.
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