Me van a matar, se van a escandalizar sus huestes; yo mismo debería matarme por tomar en vano la letra de la canción de Silvio Rodríguez: “¿A dónde van las palabras que no se quedaron? ¿A dónde van las miradas que un día partieron? ¿Acaso flotan eternas, como prisioneras de un ventarrón? (…) ¿Acaso nunca vuelven a ser algo? ¿Acaso se van? ¿Y a dónde van?”. Me permitiré la pirueta, pues: llevo años pensando a dónde van tantos millones de fotografías, y cada vez que lo hago pienso en esa sublime composición. Las fotos del móvil, los productos infinitos de una cámara de carrete infinito en manos de infinitas personas, tirando como quien tira con pólvora del rey, con consentimiento o no de los fotografiados, quizá con el titular del teléfono siendo el único que sale agraciado, y el resto del plantel esté descompuesto de expresión, barrigón o con papada.

A dónde van los clics que un día partieron. Acaso flotan eternos como prisioneros en las nuevas nubes, esos depósitos de datos que contienen quintillones de hechos gráficos y escritos de los humanos y los robots; o acaso guardaditas entre los gigas de la memoria interna (expresión digna de análisis: la llamada memoria interna no está en nuestra cabeza; casi nada es interno de verdad ya). ¿Volverán a ser algo las galaxias de fotos, es decir, volverán a ser vistas, más allá de “el día después” del evento de marras? Quedarán quietas en el limbo, más bien. En fin, fue bonito mientras duró el fuego cruzado de fotos. A veces, fue impertinente e invasivo. Ese tío esquinado con el móvil mientras tú bailas.

Uno aprecia a algunos curadores, bibliotecónomos de las carpetas del móvil y de los discos duros externos; recuperadores sorpresivos de los tiempos que no volverán. Y también a aquellas otras personas –quizá sean las mismas– que tienen ojo, encuadre y dedo con propósito de belleza o sugerencia. Pero a dónde diantres van las miríadas sin alma de fotos –así me da que son, tirar por tirar–, esas que guían nuestra trashumancia de visitantes a lugares que conoceremos fugaz y superficialmente (o sea, que no conoceremos). Acabo de volver de un mercado de abastos en el que había casi tantos fotógrafos de atunes, cañaíllas, fruta y verdura multicolor como clientes. Los titulares de los puestos eran también fotografiados; algunos, claramente fastidiados, otros, resignados. Oí una vez a una chica declarar que ella tenía un limitador de fotos diarias en su teléfono: de 24 fotos al máximo. Como los carretes de antaño. Aquello tenía su aquel. El aquel de cierta mesura que da la escasez.

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