Leí hace unos días Argumentos en contra de viajar (The Case Against Travel, Agnes Callard, 2023), en la revista The New Yorker. Rezaba su subtítulo: “Se ha convertido en la peor versión de nosotros [viajar], pero estamos convencidos de que es la mejor”. En el XXI, cualquier hijo o nieto de una persona madura ha clavado muchas más chinchetas de colores en el mapamundi que sus mayores. Viajar por gusto era un lujo aristocrático, burgués o bohemio hasta hace algunas decenas de años. Según aduce Callard, la articulista, los tenidos por principales filósofos de la historia, Sócrates y Kant, apenas salieron de Atenas y Königsberg: entender el mundo y disfrutar la existencia no requería para los sabios –sin duda, gente rara– hacer un par de viajes al año. Pero ellos eran eso, tipos raros. Por otro lado, en su tiempo no había aviones que coger. Ahora vuelan un millón de personas al mismo tiempo cada día. Quizá este sea el principal argumento de crítica al viaje contemporáneo.

Queda para el delite la literatura de viajes de los románticos del XVIII o XIX. En el XX, las crónicas relatadas por Claudio Magris, Colin Thubron o Bruce Chatwin. Son joyas menos célebres las obras de viajeros más cercanos, como las de León Lasa; recomiendo sus Por el oeste de Irlanda y Al sur del sur. Según supe en el colegio, porque nunca lo he leído, Heráclito dijo aquello de que “nadie se baña dos veces en el mismo río”. Permitan que proponga con poco temor a equivocarme que, en lo de viajar, el río se ha convertido en piscinas de aguas sospechosamente tibias. Insignes descreídos dejaron su queja mucho antes de que el turismo fuera un derecho y una industria. Chesterton: “Viajar estrecha la mente”, (¿le provocaba la gordura pereza para viajar?). Pessoa afirmaba que viajar es cosa de quien “no sabe sentir”: quizá el lisboeta no quisiera descubrir rutas y escenarios, y mucho menos en grupo (seguramente por el bien de todos). Egregias minorías. Los descubridores masivos nos sentimos viajeros cuando nos trasladamos, pero ponemos el sambenito de turista a otros cuando lo hacen.

Viajamos para experimentar cambios, y acabamos por cambiar la vida de otros. ¿Qué podemos objetar sin caer en la hipocresía? En estos días de bendita lluvia que ya llena los pantanos, resucitados los niveles freáticos y los pozos, reventando en verde el campo, de nuevo asilvestrado, la economía turística sufre, o eso lamentan. La naturaleza se impone más allá de las costumbres. Muchos están deseando llegar de una vez a casa. Quizá, en silencio, desde la primera cola.

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