Tribuna

José Antonio González alcantud

Máscaras y mascarillas

Máscaras y mascarillas

Máscaras y mascarillas

Caras y caretas se llamaba una conocida revista argentina, de los primeros años del siglo XX, que aún pervive. Adornaba su primera portada en 1898, con una señora payasa rodeada de máscaras de perfiles muy individualizados. El momento que vive España con cargo a las mascarillas de la pasada pandemia podría encontrar eco, si nuestra época fuese más frívola, en una revista satírica parecida, bajo esa díada que opone el rostro verdadero a la máscara, con el fin de sacarnos los colores.

Si uno hace un ejercicio de fisiognómica, la pseudociencia que comienza en Teofrasto, en el mundo antiguo, para averiguar los caracteres de un individuo, y llega hasta el antropólogo pro nazi Georges Montandon, que quería averiguar quién era y no era judío por la “máscara” carnal, podríamos llegar a una conclusión: el ex ministro Ábalos, los populares Granados y Cifuentes, los históricos Roldán o Juan Guerra, a los cuales ahora hay que añadir el compañero de la presidenta madrileña, llevarían inscrita en su faz la propensión al delito, la marca física del vicio. Desde luego, conforme la desorganización social avanza, y vamos cayendo más y más en manos de desvergonzados, la primera impresión, la de un rostro marcado por el destino delictuoso parece abrirse camino otra vez. Pero, no me pregunten por las características fisiognómicas de esos rostros. Habría que haberlo hecho a su tiempo a don Julio Caro Baroja que escribió hace años una historia de la fisiognómica. Empero, ni con bótox, ni con operaciones de cirugía estética, consigue hacerse nadie de un rostro bondadoso y que no levante sospecha. A lo más se arriba a esconderlo cultivando lo dicharachero y cercano. Más sospechoso aún, ya que busca agradar por medios sobrerrepresentados.

Llegamos a descubrir, con motivo del Covid-19, que las llamativas máscaras de otras edades, con forma de largo pico de cuervo, eran un instrumento eficaz contra la peste negra, por la distancia que interponía entre el enfermo y quienes lo atendían. Estaba lejos de ser solo un adorno de Carnaval, su fin era práctico. Ahora bien, todo esto viene a cuento de esa crisis eterna en la que el ciudadano común tiene la impresión de que lo han vacilado desde el principio al fin de la plaga dichosa. Hagamos memoria: primero un señor alternativo en complicidad con una locutora de televisión nos dijo que no pasaba nada, y que no hacían falta mascarillas. Lo repitió tanto, y tal era la incredulidad del pueblo llano, que la gente, más lógica, comenzó a hacérselas con las cortinas de sus casas. Recuerdo este episodio con mucha nitidez. Luego se envió a los funcionarios, de todos los niveles de la administración, a las primeras líneas de fuego sin mascarillas, en contacto directo con el bicho. Política criminal que todos los días endulzaban los políticos sin el más mínimo decoro. También descubrimos que el tejido industrial del país era tan endeble que nadie era capaz de fabricar estos humildes productos. Hasta en eso dependíamos de la globalización.

Lo que nunca pudimos imaginar es la cantidad de trápalas que, escondidos entre ministerios y hangares de los polígonos industriales, conspiraban. De alguna manera quien así actúa debiera de sentir al menos algo de vergüenza ulterior. Relataba Yukio Mishima, en Confesiones de una máscara, lo que sintió la primera vez que se presentó enmascarado delante de sus familiares. La máscara no nos exime de ese sentimiento profundo que supone el pudor, aunque conlleve una transformación de la personalidad. Ahora bien, era un hombre honesto y explicó que “lo que yo ansiaba, y esa ansia embargaba mi cuerpo entero, era tener las apariencias propias del creador de misterios”. Mishima era un hombre honesto, su máscara era sagrada, y acabó suicidándose.

Nuestras mascarillas intentaron ser ornadas para expresar esos cambios de personalidad, emergiendo toda una manufactura del ornamento de enmascarar. Aún guardo algunas bordadas, hechas en tiendas de mantones de Manila, u otras que ofrecían las compañías aéreas árabes, de elegantes dibujos geométricos. En el parlamento, aún mediada la pandemia, cada político que se tuviera en estima, acudía con su máscara individualizada. Hubo hasta un amago de competencia.

Lo que nunca pudimos imaginar es que las mascarillas protectoras se acabasen convirtiendo, en medio de una de las crisis más agudas de la Humanidad, surgida cerca de Wuhan, de donde siempre salieron las grandes epidemias asiáticas que acababan llegando a Europa, en el símbolo de la mayor de las inmoralidades, sin distinción de color.

Si yo tuviese que llevar nuestra actual escena política al teatro emplearía el teatro kabuki japonés, cercano a la comedia, género ligero, donde los rostros están enmascarados por la pintura, y en el que los actores hacen papeles travestidos. En Tokio, llegué al delirio cómico, cuando las mujeres, muchas mayores, agolpadas en un teatro popular, les daban muy excitadas a los actores travestidos dineros que les ataban al kimono con un imperdible. Algo así podíamos haber hecho con la clase política local, y no hubiésemos divertido más, sin lugar a dudas. Qué bien hubiesen lucido nuestros políticos corruptos con los billetes colgados de sus kimonos de travestis de ocasión.

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