Tribuna

José Joaquín Fernández Alles

El derecho a la última palabra

El derecho a la última palabra

El derecho a la última palabra

Recientemente, los parlamentarios Connolly y Molina presentaron una proposición de ley en el Congreso de los EE.UU. destinada a promover que todos los niveles de gobierno puedan trabajar aún con mayor eficacia y lealtad. Se trata de un dato que no sería de interés para España si no fuera porque los dos diputados son de partidos distintos –el primero del Partido Demócrata, y el segundo del Partido Republicano– y porque esta práctica de leyes bipartidistas presentadas orgullosamente de forma conjunta por los dos partidos mayoritarios (bipartisan laws) es habitual en los Estados con un parlamentarismo avanzado. Incluso en el actual contexto de crisis política y polarización ideológica, en EE.UU. se han aprobado en menos de 3 años (2021-2023) casi 400 leyes bipartidistas federales (más miles de leyes bipartidistas estatales), normas que lideran las iniciativas políticas y el espacio público.

Desafortunadamente, la realidad española va por el camino contrario. Abandonada a lo que Linz analizó bajo el título de la “quiebra de las democracias” y, posteriormente, Acemoglu y Robinson explicaron bajo la pregunta de “¿por qué fracasan los países?”, los españoles soportamos el inaceptable espectáculo que supone la admisión a trámite de una proposición de ley redactada en un edificio particular a las afueras de Bruselas, enmendada en Ginebra, supervisada por una entidad privada extranjera y concebida, cual caballo de Troya, para destruir la convivencia.

Asumiendo unos y defendiendo otros la irremediable aprobación de tan fraudulenta proposición de ley de orgánica (aparentemente no vulnera la letra de la CE pero sí la totalidad de sus principios y valores superiores), son muchos quienes en esta fase de cansancio sobre la amnistía, ya se encomiendan a la decisión última del TC, supremo intérprete de la CE que resolvería la cuestión en un sentido u otro –anulando la ley o avalándola–, pero en cualquier caso permitiendo recuperar la normalidad y pasar página. Se trata de un planteamiento incorrecto.

Por una parte, debe tenerse en cuenta que, cuando el TC enjuicia una ley no es que pueda, sino que debe realizar todos los esfuerzos para declarar la constitucionalidad de esa ley y establecer a tal fin una interpretación ajustada a la norma suprema. Como afirma el propio TC, en el ejercicio de su función jurisdiccional es necesario apurar todas las posibilidades de interpretación de los preceptos de la ley de conformidad con la CE y declarar tan solo la derogación de aquellos cuya incompatibilidad con ella resulte indudable por ser imposible llevar a cabo dicha interpretación. Se trata del denominado “principio de interpretación conforme”, que en su caso puede conducir a calificar una resolución como “una sentencia interpretativa”: su fallo resolvería no anular la ley en la medida en que pudiera ser interpretada de un modo determinado. El TC ni anularía la ley ni avalaría la interpretación literal de la ley.

Por otra parte, en el caso de la ley de amnistía, la intervención del TC nace ya muy condicionada, tanto si la ley se derogara antes de dictarse la sentencia (el procedimiento perdería su objeto), como si la ley se derogara después, y en este caso por dos razones: a) porque una sentencia de constitucionalidad sólo sería posible a través de una nueva interpretación del ya sólido concepto jurisprudencial de amnistía, flexibilizando sus requisitos (operación excepcional, nuevo orden político, rechazo del orden anterior…), lo cual allanaría el camino a la previsible ley de derogación y a futuras leyes de amnistía; y b) porque el criterio de interpretación sociológica –imprescindible en toda interpretación jurisprudencial evolutiva– no podrá obviar que la norma ha concitado el rechazo manifiesto de una parte del pueblo soberano y de instituciones representativas (Senado, Parlamentos Autonómicos, Entes Locales…).

A esas dos razones, se une el principio según el cual, como explicaron los maestros Müller y Hesse o, entre nosotros, García de Enterría, en el ámbito de las mutaciones constitucionales o de las interpretaciones evolutivas del TC, la última palabra no la tiene el legislador ni el propio TC, sino el poder correctivo del pueblo soberano como titular del poder constituyente o como sujeto representado en las Cortes Generales, quien siempre puede asentir o revocar lo que determine el TC.

En síntesis, además de estar muy limitado por sus normas decisorias (proceso lógico-jurídico, razonabilidad, criterios de interpretación jurídica, doctrina con vocación de estabilidad, autocontención...), como poder constituido que es, el TC no participa de “la soberanía” y, por consiguiente, no puede impedir el derecho a la última palabra del pueblo español a través de una futura ley de derogación de la amnistía.

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