Dos transiciones

Dos transiciones

Hace varias décadas, España le fue propuesta a Europa y al mundo, no sin cierto triunfalismo, como modelo del paso de una dictadura a una democracia. El cambio se hizo, no tanto por la fuerza de una oposición muy limitada y numéricamente reducida en aquel momento, sino por una especie de consenso tácito, sobre todo entre los representantes del régimen franquista, que, en medio de un Occidente de democracias liberales, no veían posible una alternativa distinta a la que estas representaban. Estéticamente hablando, el sistema político hasta entonces vigente no podía ya ser aceptado. Comprendiéndolo, las cortes franquistas se hicieron el haraquiri.

Al cabo de 40 años, no es difícil vislumbrar que España se está convirtiendo de nuevo en modelo, esta vez de todo lo contrario: de tránsito del régimen democrático liberal surgido de la constitución de 1978 a otro, con apariencia de tal, de corte totalitario de izquierda con ribetes populistas. Se puede decir en este sentido también que se trata de la irrupción del modelo bolivariano, a la manera europea, en nuestro continente. Con una diferencia importante: el de las nacionalidades, que aceptara en su día la Constitución.

Como sucediera en el cambio anterior, este tiene también sus conductores, pero sin duda, el protagonista principal es el actual presidente de Gobierno y sus apoyos. Aunque con diferencias esenciales, en última instancia, se trata en primer lugar, al igual que sucediera con el sistema anterior, de disolver la legalidad vigente. Si en el primer caso se trató, según ha quedado consagrado en la conciencia de muchos, de ir de la ley a la ley, en el presente la idea es vadear la Constitución vigente, mediante la colonización de las instituciones y de los medios, más la formación de una mayoría frankenstein, aprovechando la presencia en el parlamento del componente separatista.

Para esta operación arriesgada ha hecho falta la presencia de un hombre, al igual que en su día lo fuera Suárez, aunque con rasgos personales radicalmente diferentes a los del actual. Pedro Sánchez, como ha quedado demostrado, es una persona, juzgada inicialmente de manera errónea como un incapaz, sin escrúpulos, con capacidad ilimitada para la mentira, sin que ello le procure problema alguno de conciencia; una especie de condotiero renacentista, dispuesto a llevar cabo sus objetivos caiga quien caiga y caiga lo que caiga, y sin deparar en sus trágicos efectos. No olvidando el ajuste de sus acciones a intereses establecidos fuera del ámbito nacional.

Además de sus ansias de poder, Sánchez es el primero en mover audazmente ficha, aunque sea en provecho propio, sabiendo que el monstruo separatista ha crecido de tal manera, que, ante él, solo caben dos posibles respuestas: bajarse los pantalones, como se dice vulgarmente, y ceder a sus pretensiones, o intentar derrotarlo o, al menos, herirlo para poder después negociar en condiciones más ventajosas. Esta segunda posibilidad en sus dos términos la ha descartado. Después de tantos años de dejar al independentismo, unos y otros, ganar terreno y hacerse fuerte, la opción de herirlo o derrotarlo requiere una unidad recia de la oposición que no existe, así como medidas en última instancia drásticas, que exigirán algún tipo de violencia, rechazada por la opinión pública en general, incluso estando de acuerdo con la razón que la impulsaría. La sensibilidad actual cree que el diálogo es la fórmula mágica para arreglar cualquier circunstancia difícil, por muy enconada que sea.

El plan de Sánchez y sus fidelísimos seguidores, a pesar de sus enormes daños (anulación de la separación de poderes, desigualdad y ruptura de España, entre otros) no parece encontrar de momento una alternativa consistente en la oposición. Y surgen, inevitables, las preguntas: ¿Se puede a estas alturas negociar con los independentistas una salida que no pase por aceptar sus pretensiones? ¿Estarían dispuestos estos, cuando se les ha dejado el camino abierto, a contentarse con una mera ampliación de su autonomía? ¿Con un mayor control por parte del Estado de sus actuaciones? Pienso sinceramente que no. ¿Qué otra cosa haría en última instancia el PP que no fuera subirse al carro en cuanto pudiese? Y Vox, único en apariencia al menos, capaz de romper el círculo vicioso, ¿podría hacerlo solo si obtuviera mayoría suficiente para ello? ¿Estaría dispuesto a pagar el alto precio que supone?

En resumidas cuentas, la posibilidad de que el sistema implosione no es descartable. Esta nueva transición trufada de peligrosos movimientos, concurrentes con otros de fuera de la estricta política, está sometiendo al país a una fuerte tensión, cuya salida no nos atrevemos a vislumbrar. Por otro lado, cabe preguntarse si tenemos actualmente los medios y los hombres necesarios para lograrla.

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