El París de mi juventud | Crítica

Intensidad de la memoria

  • Pierre Le-Tan retrata, con una mirada llena de melancolía y de piedad, una ciudad que ya no existe, 'El París de mi juventud'

Una ilustración del libro.

Una ilustración del libro. / D. S.

El París de la juventud de Pierre Le-Tan (Neuilly-sur-Seine, 1950-Villejuif, 2019) es una ciudad por la que el dibujante pasea solo, acompañado quizás por el fantasma de un amigo que no ha vuelto a ver desde los tiempos dorados de los cabarets rusos de la Place de l’Étoile o por la sombra protectora de una amante frágil y rica, asidua del Ritz de la Place Vendôme. Lejos de la urbe bulliciosa de las exposiciones, los desfiles, las humillaciones, las victorias o los chalecos amarillos, este París parece que se ha quedado vacío, o que hemos salido a recorrerlo en ese momento en que las ciudades se vuelven otra cosa: mediados de agosto, el amanecer de un día de fiesta, o incluso –aunque Le-Tan no lo pudo conocer porque se murió antes– a cualquier hora durante el encierro de la pandemia. Estas imágenes de una soledad más propia de los sueños que de nuestro día a día adquieren para el lector de hoy una significación nueva, pero que en realidad apela a una raíz mucho más honda que la pobre o traumática experiencia cotidiana. Lo que más impresiona en los dibujos de Pierre Le-Tan, y que se encuentra también en sus textos, es la fuerza de una mirada casi inocente y profundamente melancólica.

Pierre Le-Tan es hijo de una parisina y un vietnamita, el pintor Lê Phổ, muy celebrado por sus retratos de mujer. Lê Phổ, hijo a su vez del último virrey de Tonkín, había llegado a Europa para estudiar la pintura flamenca y renacentista, y acabó definitivamente instalándose en París, donde destacaría como coleccionista y decorador, y se haría cargo de los impresionantes apartamentos de la nobleza indochina refugiada, que veía caer sus últimas esperanzas en la guerra de Vietnam. Unos años antes, aquel matrimonio se codeaba con los padres de quien sería con el tiempo gran amigo de su hijo, el futuro premio Nobel Patrick Modiano.

Pierre Le-Tan, en la exposición que le dedicó el Reina Sofía en 2004. Pierre Le-Tan, en la exposición que le dedicó el Reina Sofía en 2004.

Pierre Le-Tan, en la exposición que le dedicó el Reina Sofía en 2004. / J. L. Pino / Efe

Le-Tan, desde muy joven, pudo dedicarse plenamente a su oficio de dibujante en algunas de las revistas más importantes del mundo, como el New Yorker, Vogue o Harper’s Bazaar, y su estilo verdaderamente único le hizo dar el salto a las galerías y a los museos: el Reina Sofía, de la mano de Juan Manuel Bonet y José Carlos Llop, le dedicó en 2004 una exposición. Las fotografías del ilustrador en su casa muestran a un hombre vestido elegantemente, con ese toque de arrogante precariedad propio de los dandis, rodeado de los miles de objetos, muebles y pinturas de una colección única.

Se han señalado las similitudes entre Modiano y Le-Tan, que trabajaron juntos en algunos proyectos. Comparten la querencia por ciertos lugares del oeste parisino, como la Place de l’Étoile, que da nombre a la primera novela de Modiano y aparece repetidamente en El París de mi juventud, pero, más allá de pequeñas coincidencias, lo que los une es esa misma mirada melancólica, llena de inteligencia, sentido del humor y piedad, que domina las dos obras. Por ello son especialmente hermosas las cubiertas que Le-Tan ilustró durante años para las novelas de Modiano en la colección Folio de Gallimard.

El París de mi juventud es una colección de pequeños textos acompañados de ilustraciones en que el autor visita aquellos lugares que, desde su infancia, han ido trazando una especie de recorrido sentimental, un camino marcado por estaciones, y en ellas personajes, que emergen del olvido. Cruzan por estas páginas algunas figuras curiosas del siglo XX que el escritor conoció siempre en circunstancias interesantes, como el emperador Bảo Đại de Vietnam, títere depuesto que vagabundea pesadamente por los pisos de sus amantes, o el icónico Yul Brynner –“cuya rutilante calva tanto me impresionó de pequeño”–, el gitano de Vladivostok que había dado vida al Ramsés de Los diez mandamientos y al rey Mongkut de Siam en El rey y yo, y que visita a una familia de parisinos para tocar con ellos la guitarra y recordar viejas canciones zíngaras.

Más cercano y más intenso es el recuerdo de la millonaria Barbara Hutton, cuyos ojos “eran muy hermosos, pero inmensamente tristes; en el resto de su rostro podían apreciarse los estragos del tiempo y de una vida algo disoluta”. Desfilan en este paseo melancólico los amigos de los padres, la niñera, los antiguos ministros del imperio vietnamita, el recuerdo del rey Faruk, el joven nómada Jean, pero solo contemplando las ilustraciones llegamos a comprender el poder encantador de todos ellos. Son figuras nobles, amables, casi todas simpáticas y generosas, a las que el autor tributa el homenaje debido a los que dan peso, interés y profundidad a nuestros recuerdos. Esta intensidad de la memoria alcanza mucho más allá de los lugares, aunque los lugares, o más aún los nombres de los lugares –Étoile, Rue La Pérouse, Avenue Garibaldi, la iglesia de Sainte-Marie-Médiatrice…– sean la excusa, el medio real de una vida por la que Pierre Le-Tan, con delicadeza, con elegancia, da gracias en cada línea.

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