Málaga

El último latido de El Bulto

  • Hace dos semanas comenzaron a derribar el bloque de pescadores y sus 36 vecinos fueron realojados · Aún quedan una quincena de propietarios en uno de los guetos de la ciudad

Desde hace ocho años, Carmen y Alfonso García viven en una casa sin ventanas. Él, albañil de profesión, le hizo todos los arreglos que pudo, pero ella no se acostumbra. Asegura que en verano hace mucho calor y en invierno se "mueren" de frío. Invirtieron unos 60.000 euros y se enorgullecen de tenerla "ya pagada". Pero su calle está pobremente asfaltada, están rodeados de rincones ruinosos, de escombros y de algún que otro vecino que les hace la vida imposible. De drogas no se habla demasiado, pero reconocen que nunca se han ido de allí. Tras el derribo del bloque de pescadores, ellos, junto a una quincena de familias son los últimos propietarios de El Bulto, unos de los guetos más conflictivos de la ciudad desde hace décadas.

En Carmen y Alfonso, en Manolo, en Emilia, en Isabel, en María se escuchan los latidos de un barrio que se transforma sobre uno de los terrenos de máxima tensión especulativa de la ciudad. Cuentan los vecinos que estas pequeñas casas de una sola planta, agrupadas en callejones desportillados mucho más propios de un pueblo que de una ciudad, se construyeron hace unos 70 años para los trabajadores del tren. Las vías que atraviesa la calle López Pinto son la cicatriz de una zona maltratada por la pobreza, a pesar de estar situada frente al paseo marítimo y rodeada de bloques caros, dependencias municipales y hoteles nuevos.

Adentrarse en El Bulto es tener la sensación de caminar por otra Málaga, con el tiempo detenido, con sus gentes desocupadas por la falta de empleo, con sus viviendas deterioradas y sus bolsillos vacíos. En las cocinas se cuecen lentejas un día y se les añade agua y arroz para el siguiente, en las mesas comen abuelos, hijos y nietos, en las calles fabrican barcas, tienden la ropa, colocan armarios y algunas macetas, entre coches y perros. Todos se conocen, pero no todos se respetan. Antes, cuenta Manolo García, de 59 años, "se vivía mejor, era gente humilde pero buena".

Carmen y Alfonso García tienen dos hijas, de 5 y 9 años. La mayor, dice Carmen, "no quiere vivir aquí". Y resulta lógico cuando Alfonso recuerda cómo esta semana el hijo de un vecino le agredió con un palo cuando comía en el salón con su familia. Aseguran que también le han quemado un coche hace seis meses y que les han roto el techado de su fachada. "Hemos recibido amenazas, estamos amargados, Dios quiera que nos digan que nos vayamos lo antes posible a un buen piso", comenta Alfonso. "Pusimos una antena y se enchufaron sin pedir permiso, no hay respeto", asegura Carmen.

Alfonso está en paro desde hace ya un año y hace tres meses que a su mujer la despidieron después de llevar trabajando veinte años en la misma fábrica de pescado, una situación que afirma haberla "hecho polvo". Relata Carmen que cuando vio el derribo del bloque de pescadores sintió una profunda alegría. Eso significa para ellos que el final se acerca. Sin embargo, no quiere abandonar el barrio. "Yo soy propietaria, tengo mis escrituras y no me pueden mandar a más de 100 metros de aquí", comenta.

Ella y sus hermanos se han criado en el bloque de pescadores. El Bulto es su territorio, a pesar de todo. Su padre era pescador, su abuelo y bisabuelo, también lo fueron. Ahora su madre, desalojada hace un mes, vive en el Camino San Rafael y su hermana en Puerta Blanca. Reciben un cheque del Ayuntamiento de 350 euros para pagar parte del alquiler, a la espera de que les faciliten otras viviendas. Carmen sueña con que uno de esos 86 pisos proyectados que ella ha "visto en internet" sea para su familia.

Manolo García paga 101 euros de alquiler por su pequeña casa. Está divorciado y vive solo. Hace ya diez años, a los 49, una lesión de espalda le apartó de su trabajo como mecánico de máquinas excavadoras. "Estoy deseando irme de aquí", confiesa. María Fernández, de 89 años, asegura "estar acostumbrada" al barrio, pero también vive sola en unas casas "que están para que les den por saco". Tiene una pensión de viudedad y sus dos hijas la ayudan en lo que pueden, aunque se queja de que "las pagas son chicas y como está todo de caro no sirven para nada".

Emilia Reina tiene prisa por hacer la comida. Su nuera, su hijo y su nieto de 4 años conviven con ella "para que no esté sola". Lo malo es que ninguno trabaja y con su pensión no contributiva de 358 euros al mes han de conformarse. Con eso y "con los chapuces que hace mi hijo" van tirando en la misma casa en la que esta mujer de 74 años inició su etapa matrimonial 45 años atrás. Su marido era portuario, tuvieron seis hijos, fallecieron tres. Los golpes le han dejado huella en las arrugas de su cara y las privaciones a las que se ha sometido son incontables. "Aquí no salimos a ningún lado, de mi calle no paso", relata.

Emilia asegura que se siente segura en el barrio pero Carmen apostilla que sí que hay problemas de drogas, sobre todo de "gente que viene y va, El Bulto es El Bulto", sostiene esta mujer de 39 años, fuerte y resuelta. Aunque no saben nada con seguridad, circula entre los vecinos el rumor de que no les queda allí más de seis meses. "Dicen que van a echar abajo el albergue, el antiguo colegio de El Carmen, y el Sagrado Corazón", comenta.

Algunos prefieren no hablar, otros no tienen miedo de enfrentarse a nuevos retos, de pagar más para vivir mejor. "Ya me encargaría yo de pagar el piso con lo que fuera y si queda algo sería para comer", comenta Carmen tajante, afanada ya en la búsqueda de un nuevo empleo "de lo que sea, porque se ha puesto la cosa muy mala y uno de los dos, mi marido o yo, tenemos que trabajar".

La situación no está como para invertir en pintura, pero Alfonso, siempre que puede, retoca sus paredes para adecentar el domicilio, más que una casa con habitaciones "un pasillo ancho", como sostiene su mujer. Atravesando un pequeño salón, seguido de una cama de matrimonio, una pequeña cocina y un cuarto para las niñas se localiza un patio en el que ladra Apolo. Aquí hicieron un baño y la cocina, "porque dentro se me llenaba todo de humo, nos asfixiábamos", dice la pareja, que paga 25 euros de IBI y que hace poco puso un contador de agua propio para evitar los problemas de suministro que tienen los demás residentes, enganchados ilegalmente a la red.

Los televisores están encendidos, las puertas abiertas y algunos charlan en el exterior. Un pequeño grupo está afanado en la construcción o reparación de una barca. Otra de iguales características descansa algo más allá, varada, como se quedarán estos vecinos, que aún tendrán que esperar meses o años en este territorio inhóspito, muy distante del ambiente que los rodea.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios