¿De quién es el escaño?

En la moderna historia europea, particularmente entre los siglos XV a XVIII, todo el poder político venía concentrado en manos del monarca absoluto. Su voluntad era ley y en él se residenciaba la soberanía del Estado. ¡El Estado soy yo!, vendría a afirmar Luis XIV de Francia, aseveración que tenía más de realidad que de fanfarronería. Pero, la encarnación de la soberanía absoluta por la Corona no significaba que el Monarca actuase sólo. Disponía de un Consejo de Estado y de un Consejo del Reino, que a modo del actual Consejo de Ministros le auxiliaban en la gobernación del Reino. Y necesitaba, también, de unas Cortes, donde se reunían los representantes de la nobleza, el clero y el pueblo llano, Parlamento que era imprescindible para subvenir los gastos de la monarquía, imponer nuevos tributos y deliberar los asuntos más importantes del Reino.
De una u otra manera, a partir de la implantación de las Cortes medievales el Poder político siempre ha estado representado, aunque ciertamente de distintas formas y con diversa intensidad. En los Parlamentos pre-constitucionales el principio representativo estaba construido sobre fundamentos del Derecho Privado. La técnica al uso se amparaba en los contratos de comisión o de mandato. Los sujetos de la representación estaban perfectamente delimitados (los mandatarios y el mandante) y los mandatos recibidos figuraban escritos en un Cuaderno de Instrucciones. Consecuencia lógica de esta forma de representación era la responsabilidad que contraía el representante, incluso patrimonial, por los perjuicios que se derivasen de sobrepasar el contenido del mandato o desviarse del sentido del mismo. Si así sucedía, el mandatario incurría en responsabilidad y el mandato podía ser revocado.
El desarrollo democrático en Inglaterra y la Revolución Francesa contra el Antiguo Régimen propiciaron la transformación de las formas de representación política. En virtud de la doctrina de la soberanía nacional, los diputados dejan de representar a los electores para convertirse en representantes de la Nación. Pero como la Nación, única soberana, no puede actuar sino a través de representantes, el mandato de los diputados estará en lo sucesivo vinculado a la Nación, por lo que no podrá ser revocado por los electores. Esta abstracta construcción jurídica funcionó, sin embargo, política e ideológicamente en la sociedad burguesa. Si la formación de la opinión pública tenía su fundamento en la libre discusión entre particulares, carecería de toda lógica que el Parlamento -lugar de discusión y formación de esta opinión pública- no dotase de libertad plena a sus diputados a través, precisamente, de la técnica del mandato representativo.
Sin embargo, a partir del primer tercio del siglo XX, la irrupción del partido político como catalizador del pluralismo político vendrá a cambiar la forma de representación política. A partir de entonces se hablará de “democracia de partidos” o de “partitocracia”, una nueva realidad donde las fuerzas políticas organizadas se erigen en el centro de la vida política. En esta nueva funcionalidad institucional, los diputados ya no representan a sus electores del burgo -como en el Antiguo Régimen- ni a la Nación -como en la sociedad burguesa posterior a la Revolución Francesa- sino al partido como nuevo sujeto de la representación política. La realidad del momento presente consiste en que el partido, a través del grupo parlamentario, condiciona por completo la actividad política del representante, sea diputado, senador o concejal. Las transformaciones habidas en la democracia representativa han desembocado en que el mandato de los representantes no es un mandato popular sino de partido, particularmente apreciable en los sistemas electorales de lista cerrada y bloqueada como el que rige en España. La consecuencia será que el mandato representativo que se predica en la Constitución, ha mutado en mandato imperativo y el representante actúa ahora sujeto a las instrucciones del partido.
El resultado de esta nueva situación es que la práctica política va por un lado, completamente desconectada del mandato constitucional, que va por otro. El artículo 67.2 de la Constitución establece que los representantes “no estarán ligados por mandato imperativo”. Por eso, cuando se produce un conflicto entre el representante y el partido y el primero es expulsado o decide abandonar la disciplina de la coalición o partido por el que fue elegido, el partido no puede cesarlo en la condición de representante y el parlamentario o concejal puede marcharse de su originaria formación conservando el escaño. En tal situación de ruptura, la restauración del orden normativo ha venido establecida por el Tribunal Constitucional desde sus ya lejanas sentencias de 1983. En ellas, desconociendo el determinante papel de los partidos, dejó establecida la vinculación directa entre los electores y el elegido, entre el representante y los ciudadanos que le otorgaron su voto. En virtud de este pretendido axioma, declaró inconstitucional el artículo 11.7 de la Ley de Elecciones Locales de 1978, que establecía que “si alguno de los candidatos electos dejare de pertenecer al Partido que le presentó, cesará en su cargo…”. A partir de la expulsión del partido de Cristina Almeida y otros concejales del Ayuntamiento de Madrid, la interpretación del Tribunal Constitucional significa, lisa y llanamente, el derecho del representante a permanecer en el cargo al margen de la voluntad del partido y la nulidad de las decisiones que comporten la pérdida del escaño como consecuencia de la expulsión del representante de su formación política.
Esta jurisprudencia constitucional, desfasada en el tiempo y que ignora el funcionamiento de la democracia actual, debería ser revisada por el propio Tribunal Constitucional. A nadie escapa hoy que la quiebra del mandato representativo del liberalismo decimonónico ha mutado en mandato imperativo a virtud del encuadramiento de los representantes en la disciplina del grupo parlamentario. La fuerza normativa de lo fáctico se ha impuesto. El partido ha quebrado la relación representativa del liberalismo burgués, partiendo en dos la antigua representación entre el representante (el diputado, el concejal) y el representado (la Nación primero, el pueblo después). El resultado final de esta fractura es la relación partido-diputado, de una parte, y de otra la relación partido-elector. El representante, en gran medida, habría dejado de responder ante el electorado para hacerlo ante el partido, que es, a fin de cuentas, a quien debe su escaño y su eventual reelección. La auténtica relación representativa ha quedado circunscrita hoy a la relación partido-elector, todo ello claramente reforzado en los sistemas electorales de listas cerradas y bloqueadas.
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