Cine

Triángulo de amor bizarro

Eclipse. Fantástico-romántico, EEUU, 2010, 124 min. Dirección: David Slade. Guión: Melissa Rosenberg, a partir de la novela de Stephenie Meyer. Fotografía: Javier Aguirresarobe. Música: Howard Shore. Intérpretes: Kristen Stewart, Robert Pattinson, Taylor Lautner, Billy Burke.

Como en la famosa canción de New Order, la deriva de la saga Crepúsculo, ya en su tercera entrega cinematográfica, cobra peso en la relación triangular entre Edward, el pálido vampiro de sangre fría, Jacob, el hombre-lobo de sangre india y caliente, y Bella, la humana atrapada entre ambos, deseosa de abandonar su condición para convertirse en inmortal y pasar sus días (y sus noches) huyendo de un sitio para otro alimentándose de sangre fresca.

Ninguna de las dos entregas anteriores de la saga había conseguido exasperarnos tanto como ésta, que se recrea hasta la extenuación en una sucesión de escenas-dúos (Bella-Edward, Bella-Jacob, Edward-Jacob), también algunos tríos, protagonizados por una interminable y redundante verborrea sobre el amor romántico y la pertinencia o no de que nuestra heroína adolescente se pase al mundo de los mitos, instalado en un grisáceo paisaje natural que Javier Aguirresarobe sigue fotografiando con la misma plantilla desvaída y fría de las dos primeras partes cuando no con fondos nevados de cartón-piedra.

Ninguna de las dos entregas anteriores dio tantos pases de salón y se demoró tanto en entrar a matar en las batallas tribales e infográficas entre vampiros de distintas familias (góticas, punk, que cada uno se apunte a la suya) y licántropos de torso musculado en pantalón corto; ninguna castigó con tan poca piedad al espectador no seguidor de la saga literaria ni especialmente partidario, como pudimos oír en la cola de la entrada, de Edward o de Jacob, verdadero quid de la cuestión para el mayoritario público femenino que convoca la saga.

Eclipse dilata cada escena y escruta los rostros de sus nuevos ídolos teen para hacerse fuerte en su romanticismo rancio de virginidades preciadas y padres pudorosos a la hora de hablar de sexo con sus hijos. Así, pausadamente, regodeándose en sus claves internas para fans incondicionales, padecemos cada secuencia, cada diálogo, cada miradita tierna, cada brillito facial o cada gesto de celos desde el estupor y el cansancio, sin apenas recompensa, sin humor (ninguno, a pesar de los intentos), distancia ni frivolidad que conviertan este festín para tontos enamorados en algo mínimamente pasable para un adulto que renovó hace ya tiempo su carnet de identidad.

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