Ganarse la vida | Crítica

Nacido escritor en una familia numerosa

  • El narrador y cineasta David Trueba traza en 'Ganarse la vida. Una celebración' la forja de su oficio en un libro delicioso, tierno, divertido y, con ello, cargado de nostalgia

El escritor y cineasta David Trueba, en el último Festival de Málaga.

El escritor y cineasta David Trueba, en el último Festival de Málaga. / Jorge Zapata / Efe

Las confesiones no son material habitual en las reseñas literarias. No en el canon del género. Pero como hemos dejado atrás unos meses confusos y ciertamente oscuros, nos permitimos en estas líneas la licencia de admitir que la lectura de este puñado de páginas ha representado un momento luminoso de este 2020 que por fin ha quedado atrás. Tal ha sido el año y tal la ternura, la diversión y la empatía que despierta este Ganarse la vida. Una celebración, que firma David Trueba (Madrid, 1969) en verdadero estado de gracia, tomando por buenas todas las acepciones del término. 

Mostrado ya nuestro entusiasmo de partida, conviene fijar la mirada en lo que cuenta aquí el autor de Abierto toda la noche, primera novela de la que se cumplen 25 años de su publicación, esto es: el nacimiento de la conciencia de que la palabra escrita era –es– un modo de ganarse la vida. Y el caso del autor de Saber perder es el de aquel que desde que tiene memoria se supo llamado para este oficio. Primero vino la mirada y el oído atentos –"el único observatorio decente del mundo es la calle"–. "Antes de conocer el colegio por dentro y su disciplina disparatada, las narraciones de los tenderos del mercado y las intervenciones más brillantes de la radio fueron mi escuela narrativa", escribe en estas páginas. El mundo "entonces era oral y la capacidad de hablar se adquiría de manera natural". Ahora, lo sabemos bien, mucho de lo que vivimos (nos) sucede entre pantallas.   

El director y guionista de La buena vida, el menor de ocho niños del matrimonio entre el agricultor de una aldea de Tierra de Campos reconvertido, ya en Madrid, en un perseverante comercial puerta a puerta y una mujer buena "que conocía los beneficios de la leche, las tres piezas de fruta diarias pero además había desarrollado un estilo propio de comprensión y cercanía para educar a sus hijos", fue un crío falto de apetito pero no de curiosidad, crecido bajo el abrigo bondadoso y "antihistérico" de su madre, Palmira Trueba, arrancada de la escuela para servir y a la que en gran medida este libro rinde tributo. No en vano fue ella la que, alertada por los llantos del pequeño que vivía aterrado de escuchar a sus hermanos mayores relatar las truculentas historias de violencia protagonizadas por los profesores, decidió que su hijo pequeño no pisara un colegio hasta el tiempo obligado de la escolarización en EGB. Para cuando el pequeño David se sentó por primera vez en un pupitre, no sabía leer ni escribir, a diferencia del resto de sus compañeros; por eso, expone el autor, supo valorar aún más el proceso de escritura y su complejidad, como quien aprende a nadar de adulto "es más consciente de la resistencia del agua y de las técnicas respiratorias". Del esfuerzo de aquel tiempo por ponerse a la altura del resto nació una vocación de lector voraz, tan anárquica como concienzuda –leyó a Capote y a Baroja, a Chandler y a Nabokov, las novelas de Stephen King y el Ulises– y la decisión de estudiar Periodismo como vehículo para seguir ligado a las historias propias y ajenas. Porque entonces, reflexiona, "la cultura asomaba en los medios de masas sin ser descartada por compleja o inescrutable, pues aún no se había empezado a usar la democracia para anular la democracia". En un tiempo como el de hoy, edulcorado en pos de la corrección política y de la crianza de unos niños encerrados en urnas de cristal, esos años parecen la cima de la libertad y la tolerancia. 

En el paraíso perdido de su infancia la predicada autoridad paterna convive con la anarquía

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro.

Ganarse la vida es así la historia de una familia numerosa y como tal el relato de las dinámicas propias de una prole donde la predicada autoridad paterna convivía con la anarquía que brota cuando no hay tiempo suficiente para vigilar qué hacen tus hijos. Con un finísimo sentido del humor, con una prosa clara como un recuerdo alegre y con la nostalgia de quien mira la infancia como el paraíso perdido, se sucede la memoria de una existencia entendida como celebración de lo cotidiano: la ropa heredada, la bendición en la mesa, los dictados del Quijote del padre, los desayunos con leche Collantes, la precisión espontánea de los turnos en el único baño de aquel piso, los rombos de aquella televisión en blanco y negro, la pérdida de la fe y el muslo desnudo de Almudena durante la catequesis, el "¡te vas a tragar la maquinita!" de sus hermanos cada vez que el inspirado David aporreaba la Olivetti de buena mañana para escribir cuentos y guiones, las reuniones de su hermano Fernando con amigos interesados en el cine de Bresson y Eustache, las sesiones continuas en el Cinestudio Griffith y el dinero que a hurtadillas concedía la madre, el despertar sexual ante la imagen de Sophia Loren, los disparatados cortometrajes rodados entre amigos en el salón de casa… Pero también el triste episodio de la muerte súbita del hermano mayor, a los 27 años, siendo ya médico en Nueva York y el orgullo de toda la familia y con aquella tragedia el descubrimiento del poder sanador de lo humorístico. "La alegría es lo único innegociable en la vida", valora. 

La de Trueba es al fin la historia de un escritor –que siempre cautiva por su frescura, por su mirada desprejuiciada, por abominar de la pose de escritor sufriente y atormentado– cuya "persistencia en vivir del cuento no es fruto de una valentía inusitada" sino la de quien decide mantenerse "fiel al chico que escribía en casa, a la configuración ideal de ese paraíso en el que tu afición y tu vocación se convierten en tu oficio". Sea por muchos años.

Tags

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios