Málaga

Apuntes para la nueva concordia

  • La manera más efectiva de convertir ciertas calles del centro en urinarios públicos es acudir a hacer aguas en grupo, nunca en solitario l Comprobado: los resultados tienen sorprendentes efectos de confraternización entre los usuarios l De alguna manera teníamos que entendernos en el siglo XXI

LA otra noche vi a dos tipos orinando. Lo hacían en plena calle, en un centro abarrotado de gente, muy cerca del futuro Museo Thyssen, donde al parecer los vecinos están más que acostumbrados a escenas como ésta. No era demasiado tarde, apenas había entrado la madrugada. En pleno arrebato de las fiestas navideñas, mis dos presas, varones ambos, se arrimaron a la pared justo al lado de un portal (de nuevo me acuerdo de los vecinos), tomaron posiciones, se bajaron sus cremalleras y arrancaron a mear con gemiditos de placer. Ante semejante desparpajo, el sentido común clamaba por un rodeo para no acercarse al espectáculo, pero cierto capricho filogenético impulsaba a mirar aquello sin perder detalle, como cuando a los chimpancés del zoo de Fuengirola les da por masturbarse. Creo que en algún momento se pusieron a dibujar circulitos en la pared, pero lo que más me llamó la atención fue que, mientras duraba la micción, ambos individuos mantenían una conversación de lo más animada, mira tú que esto es así que si yo que si quién. Dialogaban con estímulo y decisión, tal vez para darse ánimos, aunque ahora pienso que durante aquellos segundos (¿minutos?) de pis contra el muro la diatriba compartida, que así parecía, alcanzó el clímax perfecto, el nivel máximo de conveniencia y resolución. De hecho, cuando los dos pollos terminaron su hazaña siguieron hablando, pero con menos arrojo, más dispuestos a dejarse convencer. Lo que se tenían que decir ya se lo habían dicho, a la cara, como quiso Calígula, aunque era otra cosa, y no el corazón, lo que tenían en la mano.

Ya está, aquí se encuentra la mayéutica definitiva, pensé. El diálogo alcanza su óptima capacidad de alumbramiento cuando se orina. Y entonces lamenté la cantidad de geniales ideas paridas en pareja (que sí, que sí, Sócrates tenía razón: las acciones de pensar y mear dan frutos mucho mejores cuando se cometen con otros) que se habrán quedado en el camino por la maldita costumbre de hacerlo en solitario. Por eso contaba Günter Grass en El rodaballo que la especie humana aprendió lo que es el pudor cuando dejó de hacer sus aguas mayores y menores (perdonen tan ridículo eufemismo) en grupo para hacerlo cada cual por su cuenta; con la espontaneidad contraria a la vergüenza se perdió también un medio fantástico para alimentar la inteligencia y la creatividad. Mucho de esto sabían los romanos, que tenían letrinas públicas comunes y además unisex: varones y mujeres hacían de vientre en los mismos habitáculos mientras conversaban plácidamente sobre política o teatro. Curiosamente, las letrinas eran unos de los pocos espacios en los que no estaba mal visto que representantes de ambos géneros compartieran techo: allí la mujer podía opinar lo que quisiera sobre cualquier asunto, en igual consideración y condición. Especialmente hermosas son las letrinas romanas de Éfeso, junto al templo de Adriano: en pocos monumentos la piedra invoca con tanta profundidad y reverencia la fraternidad absoluta.

Por esto, aquellos dos pérfidos de calle Mártires estaban dando una lección al mundo: el mejor diálogo es el que se hace mientras el vientre se alivia en su carga. Ni Hipócrates pudo verlo con tanta claridad. Así que, con vistas al año nuevo, sería deseable, por ejemplo, que la próxima vez que el Ayuntamiento y la Junta de Andalucía tengan que sentarse para resolver diferencias, lo hagan en urinarios dispuestos especialmente a tal efecto, mientras descargan con generosidad. A lo mejor así esta ciudad se desatasca de una vez por todas. Ya que no nos entendemos como hombres, igual nos conviene expresarnos como perros.

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