Calle Larios

Algo más que rascarse los bolsillos

  • Que sea gente cada vez más joven y más desamparada la que acude a los salones de juego obedece al rendimiento de un negocio perfecto

  • Pero el precio social es incalculable

Las casas de apuestas también se inclinan al glamour, pero está claro quién gana y quién pierde en este juego.

Las casas de apuestas también se inclinan al glamour, pero está claro quién gana y quién pierde en este juego. / Javier Albiñana (Málaga)

Hay un chico en mi barrio que duerme en plena calle. En estos días en los que ha apretado el frío suele buscarse un portal o un cajero para quedar más a cubierto, pero tampoco desdeña bancos, bordillos ni otras superficies. Va casi siempre con un pantalón de pijama y una sudadera. Lleva sus mantas en una bolsa y suele calzar chanclas, aunque últimamente lo he visto con unas pantuflas. Nunca pide dinero. Al menos, que yo sepa. Simplemente está, como un personaje de Beckett. Es un muchacho silencioso, alto y con el inevitable gesto de juguete roto. Posiblemente es extranjero. Nunca le he oído pronunciar palabra, pero sus rasgos delatan un origen distinto. Muy cerca de los lugares que suele frecuentar hay otra señora mayor que también duerme en la calle, a veces parapetada bajo un rudimentario tinglado; la mujer suele hablar sola, en voz alta y en inglés, con lo que en su caso las dudas quedan despejadas. Pero el muchacho sobre el que escribo es un misterio. La cuestión es que últimamente me he topado con él mientras entraba a algún bar del barrio (nunca el mismo dos veces) y se dirigía directo, sin atender a nada más, a las máquinas tragaperras: mete la mano en el bolsillo del pijama, saca una moneda, la introduce en la ranura y acciona después el botón correspondiente. No lo he visto ganar nunca. En realidad, he visto ganar en ese juego a poca gente. Y tampoco definiría yo como victorias las veces en que han salido monedas de la boca de esos cacharros. No puede decirse de este chico que se haya arruinado jugándose los cuartos, ni nada parecido. Su problema es otro. Al menos, eso dictaría cierta lógica. Lo que sí sé es que la única manera que parece tener de mitigar su soledad es así, rascándose el bolsillo y probando suerte con sus monedas. No le he visto hacer otra cosa, salvo comerse un bocadillo y dormir. Imagino que en un estado de renuncia como el suyo términos como adicción y ludopatía admiten algún matiz, pero lo tremendo es considerar que una máquina tragaperras puede servir de estímulo a alguien que lleva todo su mundo en una bolsa de plástico. También hay salones de juegos y casas de apuestas en mi barrio. De hecho, próximamente va a abrir sus puertas un nuevo establecimiento de estas características. Cuando vuelvo a casa, cada noche desde la redacción, veo a veces a los usuarios que entran en estos locales. También en el centro. Y es, de nuevo, en su mayor parte, gente muy joven. Leo testimonios de gente que ha trabajado en casas de apuestas y muchos confirman esta impresión: quienes acuden principalmente a los salones de juego son varones que rondan la veintena con la intención decidida de beber y apostar, en cantidades ingentes en ambos casos. No en vano, las franquicias del ramo buscan estratégicamente este público con la ubicación de sus nuevas sedes.

Se puede estar radicalmente solo en compañía de amigotes que te empujan a que pongas sobre la mesa los siguientes veinte pavos

Seguramente la historia del muchacho que se rasca los bolsillos frente a las máquinas tragaperras y la de los otros jóvenes que van a apostar en grupo a los salones de juego no tienen mucho que ver. O quizá sí. No es difícil distinguir en ambos casos mecanismos muy parecidos de exclusión que operan a través de la soledad. Y se puede estar radicalmente solo en compañía de amigotes que te empujan a que pongas sobre la mesa los siguientes veinte pavos; tanto como si pasaras la noche en un portal. Durante demasiado tiempo hemos asistido a una legitimidad social de los juegos de azar realmente pasmosa, con estrellas de la televisión empleadas para el fomento de esta actividad mientras, al mismo tiempo, el mundo de la cultura y el ocio quedaba desprovisto de modelos competentes a favor de la más abierta estupidez en virtud de no se sabe muy bien qué interpretación de la libertad de expresión, por no hablar de la directa entronización de la mafia en el all star deportivo. Con todo esto, el capitalismo caníbal cumple su función: sin asideros, sin perspectivas razonables de futuro y en un contexto cada vez más contrario a la madurez en el que demasiadas voces te van convenciendo de que tu mundo es muy pequeño y tampoco vale mucho la pena, el azar entraña el placebo perfecto. No son sólo los bolsillos los que se quedan vacíos. Ni es sólo dinero lo que ingresan aquí los felices ganadores.

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