Calle Larios

En la recuperación de Málaga

  • Que la explotación de los espacios públicos rinda suculentos beneficios inmediatos no significa que esos espacios sean menos públicos. Salvo que exista un pacto tácito para admitir lo contrario

Adivinen cómo se llama el juego de dejar la calidad pública en manos de los productores y consumidores de lo privado. Pues eso.

Adivinen cómo se llama el juego de dejar la calidad pública en manos de los productores y consumidores de lo privado. Pues eso. / Javier Albiñana (Málaga)

EL sambódromo en que se convierte la calle Larios cada tarde con los tres pases del espectáculo de luces y sonido, secundado por los miles de fieles que luego quedarán reflejados en los recuentos para que el Ayuntamiento vuelva a presumir de balances frente a quienes piden un poco de cordura, obliga, que no invita, a buscar recorridos alternativos cuando de cruzar por ahí a tales horas se trata. Expresado de otro modo: lo único que se puede hacer en la calle Larios es pararse a disfrutar del hipnótico trance lumínico. No hay opción ni espacio para nada más. Si, de hecho, a alguien le da por asomar la nariz mientras tiene lugar el aquelarre, de inmediato será incluido entre los incondicionales; no sólo por los encargados de los recuentos, sino por los mismos espectadores, que a menudo no toleran que alguien simplemente pase cual Pedro por su casa y se ponga en medio sin mirar arriba. Para algunos, la pretensión de ir de Moreno Monroy a la Plaza de las Flores sin prestar atención al baile de las lamparitas es tan difícil de digerir como un número irracional. Quien quiera acercarse a un cajero automático, tomar un café en Lepanto o tan sólo darse el gusto de triscar un rato por el mero placer de hacerlo, tendrá que esperar escrupulosamente a que acabe el número sin incordiar a los legítimos adoradores del invento, al cabo clientes potenciales de las franquicias y del centro comercial abierto entre toro y toro. No sería difícil argumentar con estos mimbres un debate sobre la oportunidad de lo público en la calle Larios, pero si, enterado de lo que va el asunto, decide uno buscar un atajo por alguna callejuela hacia otra parte, desde Santa María, Strachan o ya metidos en harina hacia Uncibay por Calderería, se encontrará con que las terrazas ocupan buena parte del suelo y con que hay que armarse de paciencia y componérselas con suficiente mano izquierda para asumir que el peatón, ya sea turista o contribuyente, ya venga dispuesto a dejarse el ahorro para sus vacaciones o sufrague con sus impuestos la belleza del conjunto, es quien menos tiene que decir ante los sacrosantos derechos de los consumidores responsables de que la vaca siga rindiendo una vez ordeñada. Y es curioso que, en una ciudad gobernada por un Ayuntamiento cuyos partidos defienden a ultranza que no pueden existir ciudadanos de primera y de segunda, encontremos justamente esto en las calles del centro: quien consume (y engordar los recuentos de espectadores del cachivache de luces de la calle Larios también es una forma de consumir; los precios de los alquileres de los locales colindantes se justifican ya a tantos kilos de carne amontonada por metro cuadrado) encuentra todas las comodidades no sólo de los servicios que contrata, también de los que la municipalidad tiene a bien concederle. A quien le basta estar por estar, porque le da la gana, a disfrutar del buen clima y sin posarse en una terraza con tal de que los hosteleros no se pongan nerviosos y se declaren en huelga, no se le permite ni un banco para sentarse.

A quien le basta estar por estar, sin consumir, no se le concede ni un banco para sentarse

Reparé en estas cosas cuando, el otro día, volviendo a casa desde la redacción, tropecé con una turista que, sentada en la terraza de una calle por la que sólo quedaba disponible al paso un estrecho carril, había decidido arrastrar su silla hacia atrás sin mirar, con el consiguiente topetazo. Fue un incidente sin importancia pero la mujer se me quedó estupefacta, sorprendida de que fuese un tipo por ahí sin estar pendiente de por dónde iba. En los últimos meses, con las amenazas de los hosteleros a cuenta del mucho empleo que crean frente a las peticiones para el cumplimiento de la normativa vigente en materia de ruidos por parte de los vecinos, apenas se ha llamado la atención sobre el matiz de que las terrazas, en las que se concentra buena parte del problema, ocupan un suelo público. Esto es, de todos. Y que, por tanto, este suelo se cede para su explotación comercial por decisión de todos. Sin embargo, da la impresión de que el éxito sin paliativos de este rendimiento reduce un tanto la titularidad pública del espacio, como si en realidad perteneciese a los hosteleros dado que lo emplean para su trabajo. Si nos vamos a lo ideológico, no hace falta llamar por su nombre a la doctrina que promueve la patrimonialización de lo público para un provecho privado. Pero en ésas estamos. Y no estaría mal, tal vez, que en lugar de esta abulia acrítica con la que el personal se queda mirando, alguien planteara cómo lo hacemos para recuperar Málaga. Mientras tanto, el sector inmobiliario que especula con el valor creciente de este suelo público se sigue haciendo de oro. Y si un árbol estorba, Paco, lo arrancamos

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