Había un éxito contante y sonante en hacer de Málaga un verano perpetuo, una playa inacabable, un museo de museos, una feria ininterrumpida, una ciudad donde cualquier día del año pudieran empezar las vacaciones. Y así tuvimos cruceros gigantescos atracados cada mañana, colas en el Museo Picasso y en la Casa Natal en las horas más insospechadas, gentío atascado en la calle Granada como si en cualquier momento fuesen a sonar los Cantores de Híspalis, terrazas llenas hasta las tantas de la madrugada un martes, lo mismo en julio que en enero, en Semana Santa que en el puente de Todos los Santos. La proyección de las ciudades en el mercado internacional pasaba, lo sabíamos, por desfigurar las estaciones hasta encontrarnos un verano deslumbrante en noviembre. Cuando el cambio climático vino a darle la vuelta a la tortilla, el modelo turístico ya nos había puesto en guardia; pero es que, además, con su perpetua inclinación al buen tiempo, Málaga era el rincón perfecto, único en el mundo, para llevar a cabo el experimento con el mejor resultado posible. A poco que uno anduviera despierto, sin embargo, podía comprobar que en las costuras de tan celebrada uniformidad había matices en los que reparar e, incluso, deleitarse: septiembre seguía sirviéndonos sobre las mesas de la calle Calderería la madre del cordero en raciones a diez euros, si hacía falta, pero, más allá de la melancolía asociada a la vuelta al colegio, en la calle se filtraba un ritual distinto. Conforme avanzaba el mes hasta la absorción definitiva del otoño según el calendario Gregoriano, la luz en Málaga era un milagro. El aire parecía plegarse en consonancia a un proceso de depuración invisible que las lluvias, si las había, que solía haberlas, subrayaban con una eficacia próxima a la piedad. En una ciudad sin zonas verdes, las jacarandas conformaban un espectáculo admirable. El frescor se acentuaba, el viento mecía lo que se nos escapaba, el mar respiraba una quietud más cómplice, más favorable a la contemplación aniquiladora de relojes. Podíamos mantener la ilusión de que el verano no acababa, pero en su médula esencial Málaga abrazaba el descanso que le correspondía, como si el verano, ciertamente, hubiese llegado a su fin; como si la naturaleza, todavía, hiciera justicia frente a los abusos del mercado. En gran medida, todo esto sucede aún. Pero este año es distinto. Esta semana han llegado las primeras lluvias, las primeras prendas de manga larga, los síntomas iniciales del otoño, pero un otoño pillado a trasmano, con menos sentido, tal vez porque el verano que le ha precedido ha sido menos verano, o algo a lo que no hemos podido llamar, propiamente, verano.
Por más que este año se haya perdido, la luz de septiembre en Málaga sigue siendo un milagro
Y no tanto porque no haya habido feria, ni porque nos hayan metido las luces de Navidad en agosto, sino por esta incertidumbre a la que llegamos después de meses de confinamiento y en la que seguimos, sin saber a dónde nos llevan las normas impuestas, sin saber a qué atenernos ni qué echar de menos. Las playas cerradas por exceso de aforo, los chiringuitos donde se han incumplido religiosamente las medidas sanitarias y la impresión de relajación porque sí, sin sentido ni finalidad, han terminado ensuciando, más que abrillantando, la postal general de estos meses. En consecuencia, después de este verano sin verano, al otoño tampoco le quedan muchas razones para ser otoño. Ni siquiera aplausos a las ocho de la tarde en los balcones para darse ánimos. Y sin embargo, por más que no haya más remedio que dar este año por perdido, la luz de septiembre sigue siendo en Málaga un milagro. Sólo con que la ciudad decidiera ponerse a la altura de esta evidencia, Málaga sería la gran capital con la que muchos sueñan sin necesidad de venderlo todo a precio de saldo. Pero no queda más opción que esperar a que los veranos vuelvan a ser veranos. Ya vendrá el otoño a reconfortarnos.
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