Málaga

Cuaderno de notas para un fugaz exilio

  • El autobús de la línea 24 de la EMT, con destino a Los Prados, propone un modo honesto de abandonar Málaga en busca de otros territorios, aunque éstos son, todavía, cuestión de misterio

Son las 12:32 en la parada de autobús de la línea 24 del Muelle Heredia. Una pareja pasa con aire despistado. Él lleva una guía turística en la mano. Son árabes. Él, pequeño, enjuto, con un gracioso bigote, viste una camiseta de manga corta, pantalón por encima de la rodilla y chanclas de playa. Ella está cubierta de arriba a abajo por un niqab negro. Sus gafas asoman por la mínima abertura del rostro. Muy cerca, un hombre está sentado en un portal y pide limosna. Ha dejado a su derecha un trozo de cartón en el que aparece escrito un lema: "Tengo hambre". El hombre, rubio, con barba y pelo largo, seguramente extranjero, lee un libro. Y lo hace con verdadera devoción, pasa las páginas absorto y ausente del resto del mundo. El autobús sale de la parada a la hora prevista con doce personas a bordo. Un señor mayor con gorra blanca va conversando con el chófer. La mayoría de los viajeros tienen una edad avanzada. Una señora que acaba de entrar junto a su esposo alaba el "fresquito que corre aquí dentro". Fuera, el calor es infernal y los cristales del autobús casi queman al roce desde dentro. Tras un ligero atasco y la coincidencia de dos camiones de Limasa, una mujer que lleva una radiografía bajo el brazo, de unos 50 años, rubia, demacrada y de aspecto muy cansado, se incorpora en la parada del CARE. El autobús atraviesa el puente. La desembocadura del Guadalmedina está llena de gaviotas. En la calle Plaza de Toros Vieja suben seis usuarios, cuatro mujeres cargadas de bolsas de la compra que vienen del Mercado del Carmen y un hombre que va con su hijo, de unos cuatro años, y que se ayuda con una muleta para caminar. En la calle Cuarteles suben otros cuatro pasajeros: dos señoras de blusa estampada y permanente a prueba de brisa, una joven que lee una revista de moda y un hombre calvo con un maletín. Un grupo de viajeros que acaba de salir de la Estación María Zambrano invade de repente la acera: por lo menos son quince. Todos lucen gafas de sol, y algunos ya llevan el bañador puesto. Una joven lleva en brazos a un gato, blanco y gris, cubierto con una bandera de España.

En la Explanada de la Estación suben otros cuatro viajeros. Se trata de dos matrimonios mayores. Las dos mujeres vienen hablando y los varones se hacen los distraídos. La conversación gira en torno a las rebajas: al parecer, ninguna de las dos señoras encontró lo que buscaba, y eso que estuvieron bien firmes el domingo 1 de julio ya a primera hora de la mañana frente a la puerta de unos grandes almacenes. Después, la plática deriva hacia las excelencias de unos nuevos productos que ha puesto a la venta Mercadona. En la primera parada del Paseo de los Tilos, frente a la Estación de Autobuses, se produce la primera bajada de pasajeros: se apean un total de tres, incluido un joven vestido con una impoluta camisa a cuadros y un cuaderno de dibujos que había subido en el Muelle Heredia. En la misma parada suben cuatro usuarios, dos chicas que mantienen otra conversación animada sobre un actor de cine y dos señoras que se apresuran a encontrar asiento. En la acera, en el cruce con Mauricio Moro, una mujer africana tocada con hiyab pasea a su bebé en su carrito y provoca su risa con carantoñas y burlas. Tres magrebíes discuten a su lado moviendo mucho las manos, hasta que se detienen en el semáforo en rojo. Dos agentes de policía ponen multas a los coches de la doble fila. Dejada atrás Mauricio Moro, el Paseo de los Tilos exhibe su habitual espectáculo multicultural: un hombre de rasgos asiáticos sale de la puerta de su bazar, se moja las manos con el agua de un botellín y se empapa bien el rostro y el cuello, sin ni siquiera quitarse las gafas. Hay subsaharianos de vestimenta colorida o atributos hiphoperos, mujeres norteafricanas que ríen en las carnicerías halal e intercambio de impresiones acerca del calor entre las amas de casa indígenas y los colonos chinos a cuyas tiendas acuden las primeras para hacerse con determinados productos básicos. En la segunda parada de la calle bajan el hombre de la muleta y su hijo pequeño. Un bar anuncia cañas y tapas a un euro, y en su terraza algunos clientes parecen haber sucumbido. Una pareja de novios se regala un apasionado beso, de ambición cinematográfica, a la puerta de Correos. En la parada de Cruz de Humilladero bajan cuatro viajeros y suben cinco, un matrimonio de abuelos con sus dos nietos y una señora cuyo rostro, tal vez excitado por el abundante olor en el interior del bus, es un monumento a la indignación. Un hombre vende cupones en la puerta del Bingo París y saluda a dos africanos, altos como jugadores de baloncesto, que van pasándose un periódico gratuito. Las obras del Metro recogen la misma estampa de sangría y cicatriz junto a la gasolinera.

En la primera parada del Camino San Rafael suben dos viajeros y bajan otros dos. Santa Julia es otro hervidero de tiendas, carritos de la compra, billetes de lotería, conversaciones improvisadas aparentemente profundas y las primeras cervezas de la jornada. En la siguiente parada bajan seis personas y suben tres, entre ellas una joven que lleva a la espalda una mochila verde de considerable tamaño, peso abultado y contenido enigmático. Tras el cruce de Juan XXIII, la vía muestra su rostro menos amable junto al Polígono de San Rafael y Málaga empieza a desdibujarse. En la siguiente parada suben cuatro pasajeros y se apean otros cuatro, entre ellos una señora que, nada más echar a andar el autobús, se dice a sí misma: "Agárrate, que te caes". En El Copo, frente a la cochera de la EMT bajan nueve usuarios y logra subir in extremis un joven con barba de tres días y carpeta azul. El recinto ferial es un páramo digno de un western. Un africano viaja en bicicleta y unos niños gitanos caminan al compás mientras cantan unos tangos. En el Polígono La Estrella, frente al Auditorio, bajan dos viajeros. En el cruce de Paquiro y Cuernavaca hay un atasco notable. El propietario de un coche llama a bocinazos al del automóvil aparcado en doble fila que no le deja salir. En el Polígono San Luis bajan cinco personas, y en el Colegio de los Prados, cuatro. Quedamos dos a bordo, un viajero magrebí que pregunta por la dirección del "polígono" y el cronista, cuando el autobús llega a la calle Eslora. Hay una venta y huele a lomo en manteca. Son las 13:01. Fin del trayecto.

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