Calle Larios

Abrazad, oh jóvenes, la cultura

  • El bono de 400 euros anunciado por el Gobierno para estimular el consumo cultural entre quienes se disponen a abrazar la edad adulta debería tener consecuencias inmediatas en Málaga

Lo que no queda muy claro es si el bono cultural incluye las palomitas.

Lo que no queda muy claro es si el bono cultural incluye las palomitas. / Javier Albiñana (Málaga)

EN su celebérrimo Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, Woody Allen contaba la historia de un hombre que, desesperado por la fealdad de su hija, acudió a pedir consejo y consuelo al rabino Shimmel. “Mi hija es tan fea que la si la tumbara en un plato junto a un arenque no podría distinguir quién es quién”, se lamentaba el padre. “¿Qué clase de arenque?”, preguntó el rabino, a lo que respondió el hombre: “Un arenque Bismark”. “Lástima”, concluyó el rabino, “si fuera un arenque del Báltico tendría más posibilidades”. Y, sí, más o menos así funciona la cultura: lo que a alguien puede parecerle de una fealdad extrema, insalvable, a otra persona puede resultarle interesante o, incluso, atractivo. Aunque de vez en cuando lleguen noticias de rusos que se pelean a golpes en bares nocturnos tras discutir agriamente sobre Kant o Dostoievski, los tiempos de las polémicas, en los que un escritor corría el riesgo de perder un brazo si decidía enzarzarse con un crítico, quedan ya bien lejos. Nada hay de polémico en la cultura a este lado del Guadalmedina. Las acrobacias totalitaristas del arte contemporáneo más intrépido, los sermones morales más inquisitoriales del pop y la soflama más autocomplaciente del teatro post-postmodernista apenas excitan el más discreto encogimiento de hombros: como diría el clásico, a quien le guste, pa él. Y santas pascuas. En la prensa ya no quedan críticos con los que batirse en duelo, así que los creadores pueden hacer de las suyas sin miedo a las represalias. Tras el anuncio por parte del Gobierno de un bono de cuatrocientos euros dirigidos a los jóvenes que cumplan 18 años en 2022 para su inversión en consumo cultural, la derecha reaccionó lamentando que Sánchez se haya liado a comprar votos regalando a los nuevos electores tebeos, videojuegos y otras chucherías inútiles, pero, en el fondo, a la derecha, como a la izquierda, lo que le fastidia es que un mindundi en plena edad del pavo vaya a llevarse cuatrocientos del ala en vez de llevárselos ellos. El anuncio del Gobierno parecía haber destapado los prejuicios de algunos respecto a qué consideran cultura y qué no, qué consideran que es un arenque o una muchacha hermosa, pero, en realidad, el bono encaja a la perfección con una idea de la cultura como un supermercado, en el que cada uno puede comprar lo que quiera y sentirse pleno y realizado por ello. No tiene ya nada que ver con un proceso de construcción significativa, ni mucho menos con un cierto crecimiento, sino con una mera adquisición, con un estar en lo último, en parte porque la creación cultural nunca ha funcionado mejor como producto de temporada, de usar y tirar, que en el presente. Sin polémicas, sin juicios de valor, sin críticos. Y está bien que así sea.

Si el incentivo de la cultura no va de la mano de la educación, se trata de captar a incautos

No tenemos crítica, pero sí censura. Casi puede decirse que los que reclamaban la muerte del criterio han impuesto las coordenadas de la corrección política prácticamente como única variable a tener en cuenta a la hora de condenar o absolver. En consecuencia, volvemos a encontrar listas de indeseables cuyos agravios quedan convenientemente archivados en tuits guardados. En consecuencia, podemos confiar en que los jóvenes que inviertan sus cuatrocientos euros en ir al cine, al teatro o a un museo no encontrarán elementos perturbadores que los desvíen de la recta moral, salvo que les dé por meter las narices en un clásico. Todo este rollo de viejo cebolleta viene a cuento porque la decisión de incentivar el consumo cultural sin llevar en la otra mano una educación emancipadora, libre, crítica e inconformista únicamente servirá para captar con más facilidad a nuevos incautos cada vez que a la administración de turno le dé por inventarse el festival más guay, convenientemente patrocinado por la marca cervecera de turno y celebrado como el no va más en la ciudad. La primera lección que cabe extraer del bono es que la cultura es cara. Mucho. Por eso se la pagan ahora a los chavales como el favor de sus vidas. Y por eso, en la próxima oferta, cuando nuestros beneficiarios ya no sean tan jovencitos, quedará bien asumido que esto de la cultura es un lujo con el que no hay más remedio que comulgar para que no lo miren a uno mal. El retorno, en términos exclusivamente económicos, está cantado.

El bono cultural despierta un especial interés en Málaga, donde el usuario dispone de una elevada oferta de actividades en las que gastárselo. Sobre todo, museos. Pero también algún cine y algún teatro, no crean. Lo curioso es que si el Gobierno, por ejemplo, hubiera decidido desatascar mucho antes la Biblioteca Provincial en Málaga, en lugar de mantenerla metida en un cajón durante dos generaciones, a lo mejor tendríamos hoy a más gente en pleno uso de la cultura con un criterio más afinado. Cualquier día nos venderán el alumbrado navideño de la calle Larios como un acto cultural y allá que iremos a colgarnos la medalla. Pero resulta que las bibliotecas y la forja del pensamiento crítico que permiten son gratis. No hay que pedir ninguna subvención, ni llorar por un patrocinio. Y así, oiga, no hay manera.

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