Calle Larios

El canto de un duro

  • Otra víctima de la pandemia es el efectivo, el cobre que antaño habitaba los bolsillos, ahora al fin defenestrado

  • Mientras se impone el bitcoin, la higiene invita a la especulación más pintoresca

Con sus bordes arrugados, quemados por el  paso del tiempo, las pesetas nos advierten de que el dinero ya no vale nada: sólo vale la deuda.

Con sus bordes arrugados, quemados por el paso del tiempo, las pesetas nos advierten de que el dinero ya no vale nada: sólo vale la deuda. / Javier Albiñana (Málaga)

No hay nada más sucio que el dinero. Y no, no se trata de dar oxígeno a argumentarios hippies, sino a la evidencia que concierne a monedas y billetes, objetos que cambian de mano mil veces y en los que se van depositando huellas, restos orgánicos diversos, fragmentos de maquillajes y demás artificios, suciedades, ácaros y quién sabe qué más desechos y residuos, por lo que cabe mantener ante ellos el mismo recelo que ante un pene no circuncidado. Afortunadamente, la pandemia ha venido a poner coto a su imperio: los lemas que anuncian la preferencia de la tarjeta de crédito para el pago, no vaya a ser que me contagie usted sus virus con sus efluvios y su maldita moneda de dos euros, han calado en un amplio espectro comercial, desde El Corte Inglés hasta el chino de la esquina. Y aquí vamos, ahora, temiendo el sablazo del extracto mensual, sin dosificación ni medida, atenidos a la ilustración de quienes más saben, en Suecia, nos dicen, en Suecia no se usa dinero en efectivo desde hace treinta años, de modo que igual que hemos llenado nuestras casas con los muebles baratos y desmontados que los suecos nos han facilitado pagaremos con la visa el pan de la mañana, el café de la barra, el periódico del día, por parecer más suecos, más del norte, de eso se trata. Qué demonios: no hay espectáculo más lamentable que el del señor que sube al autobús y empieza a meter el dedo en el monedero, escarbando allí con disciplinada pericia, el mismo dedo que hace un rato tenía metido en véase la parte, hasta que vierte, una a una, en virtud de la mayor fragmentación a su alcance, si fuera posible practicar la fisión nuclear a todo esto ten por seguro que lo haría, todas y cada una de las monedas necesarias para el pago del billete, sin tarjetas molonas que hacen bip, sin la aséptica rutina del bluetooth, cobre y más cobre volcado allí frente a la atónita mirada del pobre conductor, no tendría usted unos guantes de látex, quien distribuye la mercancía en sus respectivos cajones con el escrúpulo de un monje tibetano en sus sienes. Contento va el señor después a su asiento, o a agarrarse a donde alcance con el mismo dedo, por donde cientos de manos han pasado desde primera hora, y cuando el primer incauto que sube paga en efectivo y espera su cambio todas las miradas se dirigen a él entre la conmiseración y la alerta: ahí llevas las monedas del viejo, huye, huye ahora que puedes. Sí, el dinero da asco. Los billetes también. A veces, incluso, los que escupe el cajero vienen precisamente así, escupidos, envueltos en una película de composición dudosa, o incluso arrugados, en qué tacón de qué zapato, en qué calcetín purulento ha estado esto metido. Ni siquiera los billetes bien planchados ofrecen ya suficientes garantías. Es normal, por tanto, que en lo que a consumo se refiere todo tienda a la especulación. Después de las tarjetas llegará el bitcoin, que ya es moneda de curso legal en El Salvador. Piensen en El Salvador y en el bitcoin. No hay nada que tocar ahí, no hace falta. Compruebo que la cotización del bitcoin alcanza los 29.315,21 euros. Una fortuna evaporada pero, eso sí, a salvo de contagios.

No hay nada más sucio que el dinero: se le pega todo, no se le escapa nada

Culminó recientemente el plazo estipulado para el cambio de pesetas en euros, y allá que se llenó el Banco de España con largas colas de los consabidos apóstoles del último día, con sus billetes de veinte duros y de mil pesetas, sus duros con la cara de Franco, la de Rosalía de Castro en billetes de quinientas pesetas emitidos en 1979. Tuvieron todos ellos veinte años para proceder al cambio, pero decidieron quedarse las pesetas como si de un viejo amigo se tratase. Y durante estos veinte años han estado estas monedas y billetes acumulados en latas de café, en cajas de zapatos, en álbumes de coleccionistas, en bolsos colgados detrás de la puerta, en el monedero de la abuela, en el cajón de la cómoda, debajo del cojín del sofá, cuánta arqueología no se habrá practicado en las últimas semanas en busca de alguna peseta despistada, hurga, hurga bien a ver si encontramos algo. Se fueron las pesetas, como se irán los euros, en un mundo donde el dinero significa cada vez menos porque cada vez está en menos manos, y uno se pregunta cómo alguien puede deber tres millones de euros a Hacienda, cómo es eso posible; no ya por lo de dormir tranquilo, que digo yo que se podrá, sino por el mero hecho de acumular una deuda tan grande. Sí, el dinero es así de sucio, se le pega todo, no se le escapa nada, es capaz de tirarse veinte años inadvertido en un boquete. Quienes no puedan aspirar al bitcoin saldarán sus deudas con una libra de carne. Si escapamos, será por el canto de un duro.

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