Calle Larios

De donde hay un río

  • En una ciudad cambiante, podíamos confiar en que el eterno fracaso del Guadalmedina seguiría estando ahí, nos esperaría siempre, aliado fiel en cualquier circunstancia

  • Hasta ahora

Ahora podremos pasear por la orilla del río, o del no-río.

Ahora podremos pasear por la orilla del río, o del no-río. / Javier Albiñana (Málaga)

Conducía la otra noche por la Avenida Jorge Silvela, en el cruce entre Valle-Inclán y Guerrero Strachan, y me detuve ante el semáforo en rojo, como era preceptivo, mientras barruntaba a qué dedicaría las últimas horas del día. Pasaron por el paso de cebra tres jovencitas, que no debían tener mucho más allá de quince años, cada una con su patinete, a toda pastilla. Circulaban por el carril-bici, como correspondía, y al llegar al extremo sur de la carretera continuaron el trazado señalado a tal efecto, de manera que se internaron no por la acera natural, sino por la misma vera del río, que las llevaría de vuelta a la sección peatonal más amplia cerca ya del Estadio de La Rosaleda. Reparé en la oscuridad de ese tramo, ciertamente estrecho y mal iluminado, por el que venía a pie una pareja que no escatimaba en brindarse gestos cariñosos, y en la mala espina que la recachita despierta por su condición angosta y poco visible, como refugio idóneo para vampiros y otras viles criaturas. Ya en marcha, consideré que a menudo los grandes ríos presentan a su paso por las capitales esta doble condición: durante el día constituyen el centro de atención, ofrecen las estampas de mayor esplendor y recaban la admiración de todos por su misteriosa inclinación a congelar el tiempo, con puentes atestados, terrazas soleadas y las habituales áreas aledañas de ocio y esparcimiento; una vez caída la noche, sin embargo, toda esa oscuridad que engullen los ríos, especialmente los de mayor caudal y extensión, cuando la distancia entre sus orillas se antoja kilométrica en el mismo corazón urbano, parece evocar de manera fiel la mayor soledad, cierto regusto a desamparo, un paréntesis velado hasta la mañana siguiente por el que los caminantes se desplazan como si acabaran de hacer algo malo. Más allá de que el trazado oficial del carril-bici en Málaga se interna a menudo donde menos se lo espera, de manera contraria a la lógica elemental, no hay más remedio que admitir que aquí nuestro río se manifiesta únicamente, a cualquier hora, en la modalidad nocturna, como un accidente junto al que rara vez se está a gusto; y es que el río que tenemos es un río, con su nombre y su calidad geográfica, pero también es otra cosa distinta de un río, más bien su negación, su ausencia, su partícula adversa, lo que Byung-Chul Han llamaría, supongo, en un alarde de originalidad, un no-río. Ahora que los físicos del acelerador de partículas del CERN han demostrado en la praxis que la antimateria no era un mito, sino un elemento fundamental en el equilibrio de la realidad, tal vez podemos otorgar al Guadalmedina una consideración pionera en la fluviología cuántica, en la medida en que, como el gato de Schrödinger, está vivo y muerto al mismo tiempo. No hay que descartar que alguna institución conceda premios por cosas así.

El Guadalmedina es un río, sí, pero también, según cierta acepción cuántica, es un no-río

Nos queda, en cualquier caso, el río en su acepción chunga, la peligrosa, la menos interesante y la más evitable, la que invita a no pasar por su contorno ni en patinete ni en globo, niña, mejor cruza por la otra acera que se ve todo más claro. Ante manifestaciones como la del Guadalquivir en Sevilla, la del Ebro en Zaragoza, el Danubio en Budapest o el Támesis en Londres, uno, rendido a la hipnosis que el caudal ejerce en estos casos, procura cierto consuelo, bueno, en mi ciudad también hay un río, para admitir luego, igual que cuando pierde el equipo propio en un mal partido, que no, que tampoco es exactamente un río. Lo que sí nos queda, como última dádiva del honor, es la costumbre: el Guadalmedina siempre ha sido así, es lo que hay. Ya no nos llama a engaño. En realidad, nunca ha pretendido ser otra cosa. Ni siquiera cuando un pato despistado se ha asomado al estanque turbio por el que el penetra el agua marina a la altura del CAC. Nuestro río no es un río, pero es un no-río honesto. En esta Málaga cambiante, en permanente metamorfosis, en la que basta que distraigas un tanto la mirada para que te tiren la Mundial y te planten un hotel de Moneo, no es un valor precisamente menor. Podrán darle a todo mil vueltas, podrán tirar abajo la Catedral y poner una lanzadera de autobuses para cruceristas, pero el Guadalmedina seguirá estando ahí, seco como una mojama, sucio, abandonado, convertido en contenedor de basuras, en selva tropical o en árido desierto según a donde se dirija la desgana municipal. Podemos confiar en que este fracaso nos seguirá esperando, fiel, firme en el empeño, como una casa a la que volver siempre. Nos habían dicho que al río había que dejarlo así, pregonado en su miseria, sin remedio, porque si lo cubrían podíamos morir ahogados. Que a ver de qué otra manera iba a aliviarse la presa cuando hiciera falta si llovía demasiado. Y nos lo creímos. Hasta ahora.

Lo mejor del plan es, tal vez, la integración de Ciudad Jardín al flujo diario de la ciudad

La Junta de Andalucía y el Ayuntamiento han vuelto a unir esfuerzos en un nuevo proyecto para el Guadalmedina que pasa por convertir lo que venía siendo un río, o un no-río, en un parque fluvial, con amplias aceras por las que pasear a pie o en bici hasta los Montes, más allá de La Concepción. Sobre el papel, la iniciativa parece razonable y bien ajustada a un objetivo deseable. Lo mejor de todo es, tal vez, el modo en que Málaga integraría a su flujo diario el distrito de Ciudad Jardín con una conexión más evidente, lo que sí que entraña una buena noticia en la superación de un abismo absurdo por el que la ciudad se ha dado tanto la espalda a sí misma. Dado que no parece probable que el Metro pueda llegar un día a Jacinto Benavente, al menos será un placer integrar la dirección norte como una opción más en los desplazamientos diarios. La intervención, ya en marcha, articula todo este nuevo parque a partir de la Goleta y el Puente de Armiñán; respecto a lo que pueda pasar más al sur, independientemente de que el tránsito peatonal ya es posible desde la misma desembocadura del río, lo cierto es que el hotel de Moneo ya ofrece distracción suficiente. Ya que estamos, y dada la afición de esta ciudad a crear áreas de extensión peatonal áridas como el planeta Mercurio, sin un milímetro de sombra, tampoco estaría mal que se adornara el prometido parque fluvial con los elementos propios de una zona verde y que se facilitara el tránsito con el mobiliario urbano preciso. Quién lo diría: a lo mejor ese río seco y maltratado como pocos que tanto ha forjado el carácter malagueño, pero a qué capitalidad internacional vamos a aspirar teniendo la casa como la tenemos, se incorpora de manera eficaz a nuestros mapas urbanos cotidianos. Ya sólo faltará que las cofradías integren el parque fluvial en sus recorridos oficiales (alguna lo tiene realmente fácil) para que olvidemos que ahí hubo una vez algo que fue un río y que no lo fue en modo alguno.

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