Tiempo Un frente podría traer lluvias a Málaga en los próximos días

Calle Larios

Cambia, todo cambia

  • A poco que uno cumpla años, acaba convirtiéndose en extranjero en su propia ciudad

  • Pero también en esta Málaga mutante conviene aferrarse al tiempo presente como al clavo ardiendo

Las calles que frecuentan las bicicletas son otras. El sol, tal vez, es el mismo.

Las calles que frecuentan las bicicletas son otras. El sol, tal vez, es el mismo. / Javier Albiñana (Málaga)

No están, no están. El colegio en el que estudié es hoy un edificio en ruinas. El cine que preferí de niño fue después un bingo y ahora es un supermercado. No están las tiendas que me gustaban, donde iba a mirar los discos de mis grupos favoritos. De las librerías que frecuentaba entonces, la única que seguía abierta fue devorada hace poco por un incendio y lucha ahora de manera encarnizada por su reapertura. Tampoco está la biblioteca en la que me hice lector. Ni las tabernas a las que me llevaba mi padre, en la calle Granada, en el Molinillo, ni el Quinto Toro en el que parábamos a veces de vuelta del colegio. No está la clínica donde recibí mis vacunas, ni la papelería en la que compraba los materiales para la escuela. No está el supermercado al que llevaba de vuelta los recipientes de vidrio, ni siquiera la autoescuela en la que me saqué el carnet de conducir. No está el quiosco donde atesoraba chucherías, ni el comercio de dispositivos eléctricos donde compraba mis cassettes. No está la juguetería a donde acudía para decidir qué iba a pedir a los Reyes, ni aquel puesto de la calle San Juan donde una vez mi madre me compró una figura de Spider-Man. No está la que fue mi tienda de cómics favorita, cerca de ya Martiricos, ni el centro deportivo donde practiqué artes marciales con soberana torpeza. No está la casa en Lagunillas donde tenía su taller el luthier que construyó la guitarra que mantengo conmigo. Ni el bar de Carranque donde probé mi primera hamburguesa, ni el bar de La Victoria donde probé el primer campero. No está el bar que prefería para hacerme el interesante con mis amigos cuando crecí, ni los otros bares en los que di mis conciertos cuando tocaba con mi grupo, ni la tienda donde compré mi último bajo eléctrico, ni la sala donde vi a mis bandas predilectas durante mis años universitarios. No está la confitería donde mucho antes esperaba cada Semana Santa los torrijas que me pirraban, ni el cine ni la pizzería donde tuvo lugar mi primera cita, ni la mercería en la que compraba mi madre sus apaños, ni el puesto de castañas en el que probé por primera vez las castañas, ni el concesionario donde mi padre compró el Renault 5 que, muchos años después, fue mi primer coche. Ni el campo al que íbamos a pasar los domingos. No está la iglesia donde me bautizaron: la echaron abajo, así que ahora mi partida de bautismo anda refugiada en otra parte. Tampoco está la estación de tren que tanto me gustaba de niño: hay una estación de tren en el mismo sitio, pero no es la misma. Si atiendo a mi biografía, la mayor parte de los sitios que he habitado, que he visitado, que he frecuentado, solo o en compañía, ya no están. Me he convertido en un extranjero en mi propia ciudad, lo que a estas alturas sólo puede querer decir dos cosas: o soy demasiado viejo, o la ciudad cambia demasiado deprisa.

De ningún modo habría preferido conservar aquella otra ciudad de mis primeros años

Y está bien que así sea. Me refiero a la transformación de Málaga. De ningún modo habría preferido conservar aquella ciudad de mis primeros años en la que también supe de inseguridad, de drogas y de varios atracos. Pero no puedo imaginar a dónde habrán ido todos aquellos sitios, todos aquellos momentos que mi memoria conserva, o recrea, o quizá, quién sabe, directamente inventa: imagino un enorme almacén de ciudades pasadas en el que las ciudades presentes pudieran reconocerse todavía respecto a lo que fueron. Un depósito al que fue a parar aquella ciudad que sólo pervive en los recuerdos. Así es, Málaga se transforma a mayor velocidad de la que la memoria propia es capaz de soportar, pero digo yo que así funciona la identidad personal, un poco a base de refugios en los que uno cree reconocerse, refugios que poco a poco van extinguiéndose, revistiéndose de otras historias, de otras formas y otros paisajes. Detesto profundamente la nostalgia, no hay mercancía que me resulte más merecedora del rechazo. Málaga está bien bonita, con todos sus atrasos, de acuerdo, pero qué maravilla es poder pasear ahora por la calle Larios libre de toldos, con todos los colores que regala septiembre, el aire más limpio, el mar más próximo, como si esta cápsula mediterránea depurara sus esencias, y eso es todo: los sitios que ahora frecuenta mi hija serán alguna vez pasto del recuerdo, pero nos toca conjugar la existencia en tiempo presente. No importa lo que recordemos ni lo que hayamos olvidado, ni lo que olvidaremos, sino lo que hacemos en este instante. Por más que, en el fondo, uno añore una ciudad en la que memoria sea también de uno. Como un primer beso recobrado.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios