Eichmann en Málaga
Calle Larios
Nunca está de más recordar que respecto al problema de la vivienda, y muy especialmente en la manera en que se manifiesta en esta ciudad, todo el mundo tiene algo que decir, o debería
Málaga: el museo está en otra parte
A veces corresponde comenzar un artículo con una advertencia, algo que un servidor detesta profundamente. Pero, antes de que el respetable acuse al autor de lanzar la comparación burda de una coyuntura actual con la Alemania nazi (algo que el autor detesta más todavía), conviene aclarar que de ninguna forma se va a proceder en este artículo a tal comparación, por más que el título invite a pensar lo contrario. Sí que va a entrar en juego un concepto filosófico, especialmente relevante en los últimos años, en cuya definición sí tuvo mucho que ver uno de los principales responsables del Holocausto. Pero no se va a acusar aquí a nadie de ser un nazi ni de parecerlo. Tal y como está el patio, hemos llegado al penoso punto en que tales aclaraciones resultan no ya pertinentes, sino obligadas. En cualquier caso, vaya por delante la admonición. Y, ahora sí, empecemos.
El punto de partida es una reciente reunión de amigos en El Pikón, un restaurante ubicado en la Plaza Lex Flavia Malacitana, de estupenda cocina y buen servicio. No tardamos mucho en poner sobre la mesa el problema de la vivienda, lo que resulta ya inevitable en cualquier ejercicio de confraternización. Teníamos un buen motivo: una de las presentes se encontraba en plena mudanza y dejaría apenas unos días después la vivienda en la que había estado residiendo en alquiler para su traslado a otra provincia. Hicimos un común lamento por los precios elevadísimos, por las cantidades disparatadas que hemos visto solicitadas para el alquiler de verdaderos zulos en los anuncios de las inmobiliarias más renombradas; pero también hicimos un recuento particular de propietarios conocidos que decidieron llevar sus viviendas al mercado del alquiler con precios muy razonables. Uno conocía a una propietaria que tiene un piso de un dormitorio y un salón amplio alquilado en plena calle Victoria por 450 euros, otro habló de otro piso alquilado en Martiricos por 350, salió a la palestra algún apartamento alquilado en el centro por 500. Todos los propietarios eran conocidos, cercanos; y todos, igualmente, habían desistido de reclamar precios abusivos, pero para ello habían tenido que mantenerse en cierta discreción, sin publicar anuncios y lejos de la presión de las inmobiliarias. Concluimos que la posibilidad de alquilar una vivienda en Málaga a un precio razonable pasa por la proximidad a cierta clandestinidad, una red privada, casi secreta, de propietarios con sentido común a los que se accede únicamente por contactos personales, igual que en ciertas tiranías totalitarias cuando se trata de hacerse con libros prohibidos o, incluso, productos de primera necesidad. Nuestra amiga nos habló entonces de un casero potencial que le hizo esta afirmación: “No puedo pedirte menos de lo que te pido porque cualquiera te pediría mucho más”. Irene, que estaba con nosotros, hizo entonces una aportación proverbial: “En eso consiste la banalidad del mal”. Y sí, tenía razón.
La filósofa alemana Hannah Arendt acuñó el término banalidad del mal en sus crónicas del juicio al que fue sometido en Jerusalén el oficial nazi Adolf Eichmann, responsable directo de la solución final y principal organizador del Holocausto, entre 1960 y 1961. En repetidas ocasiones a lo largo de su testimonio, Eichmann rechazó cualquier responsabilidad por su parte en lo sucedido al insistir en que él era solo un funcionario que cumplía órdenes. En la mediocridad de aquel servidor de un estado criminal supo ver Arendt la banalidad del mal, esto es, el modo en que el mal se sostiene no solo en ejecutores decididos, también en cumplidores obedientes, carentes de cualquier principio crítico, que se limitan a hacer lo que tienen que hacer. Detengámonos un momento en la idea del mal, amplia y confusa como pocas. A menudo el mal se adscribe a una conducta criminal, pero una premisa ética suficientemente sólida, nada especulativa, nos permitiría formular esta enunciación: el hecho de que en los últimos diez años Málaga haya doblado sus alojamientos para extranjeros mientras que el parque de viviendas disponibles para el alquiler residencial apenas haya crecido un 5% puede reconocerse como un síntoma de eso que llamamos el mal. Y, del mismo modo, como expresión del mal, tal deriva tiene también su banalidad: la de quien tiene por jefes no a los superiores de un ejército, sino a una mayoría social dispuesta a cometer abusos a la hora de fijar precios, bajo el convencimiento de que eso es lo que hay que hacer.
La solución del problema de la vivienda será, necesariamente, política. Pasará por otra ley de vivienda verdaderamente eficaz, no el desastre que tenemos ahora. Pasará por la decisión firme de las administraciones autonómicas y locales de poner fin a las viviendas turísticas. Pero también habrá de ser una solución social: pasará por un compromiso general de renuncia al abuso y a la especulación, y ahí todo el mundo tiene algo que decir, o debería. Hará falta, de nuevo, más pedagogía, la explicación serena y a la vez firme de que el modelo vigente conduce a un desastre en el que ya estamos inmersos y que a la larga solo beneficia a unos cuantos, ya enriquecidos de sobra. En su libro Eichmann en Jerusalén, para el que recogió sus crónicas del juicio, Hannah Arendt ilustraba sobre la necesidad de decir no. Pues bien, también aquí ha llegado la hora de decir no. Antes de que sea demasiado tarde.
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