Málaga: el museo está en otra parte
Calle Larios
Quizá parte del problema tenga que ver con que las dificultades derivadas del turismo se han dado por sentadas, siempre en detrimento de la ciudadanía, pero al final hay que volver a la política sin más remedio
Málaga: después del desánimo
Es un caluroso mediodía de sábado y llegamos al mercado de Atarazanas. Solemos venir aquí cada semana a proveernos de carne, pescado y verduras para los días siguientes, al igual que cientos de malagueños. El mercado está lleno hasta los topes, como siempre, pero hoy lo encontramos especialmente concurrido. Es difícil dar un paso sin pisar ni ser pisado. Muchos han venido a comprar, como nosotros, pero hay también muchísimos turistas que se han metido aquí a hacer fotos. Los hay que se plantan delante de cualquier puesto, con sus equipos carísimos, a inmortalizar las gambas y las conchas finas como testimonios altamente exóticos, sin prisa alguna, con todo el tiempo de su parte. Como resultado, los pasillos están colapsados y cuesta abrirse camino. Una joven pasa a nuestro lado en dirección contraria. No es una cliente, tampoco una turista, sino una pescadera que trabaja en un puesto, ha ido a otro a por hielo y, al volver, se ha encontrado con que no puede llegar a su destino. Trata de internarse en la espesura con buenos modales, sin mucho éxito, hasta que su rostro fatigado expresa un nivel ya incontenible de hartazgo y suelta a voz en grito: “¡A ver, el Museo Thyssen está ahí fuera! ¡Aquí se viene a comprar!” Y uno, claro, entiende su enfado. A mí también me gusta visitar los mercados de las ciudades a las que me escapo de vez en cuando, pero procuro no entorpecer ni me paro a hacer fotos como si esperase el paso de un lince. De paso, por cierto, lo suyo es pedir siempre permiso al responsable del puesto si quieres fotografiar su mercancía, pero por alguna razón hemos liquidado las reglas fundamentales de urbanidad con tal de que el turista se sienta a sus anchas. Lo cierto es que comprar en Atarazanas es cada vez más incómodo y llega un momento en que uno se lo piensa. E imagino que quienes trabajan allí son bien conscientes de que la clientela también lo tiene más difícil.
Solo unos días después, en Carretería. Camino con mi alúa habitual, pensando en mis cosas. Llego a la esquina con Gigantes y hay una cohorte de turistas montados en bicicleta plácidamente detenidos en la acera. Parecen estar esperando la indicación de alguien para ponerse en marcha. Es un grupo nutrido, los hay jóvenes y no tan jóvenes. Sus cabellos rubios, su piel blanca y sus conversaciones en alemán delatan su origen. Son poco más de las diez de la mañana y la afluencia de tráfico es notable, pero el grupo obliga a los peatones a bajar a la calzada. Ninguno de ellos parece haber reparado en que están obstaculizando la vía, y si alguno ha reparado tampoco parece importarle mucho. Me acerco y opto por quedarme plantado junto a una ciclista joven que mantiene una animada charla con una compañera en la cabeza del pelotón quieto. La chica se me queda mirando y entonces algo parece hacer conexión en su cabeza. Me pide disculpas e intenta hacerse atrás, pero el resto del grupo se lo impide. Me mira entonces con gesto de circunstancia y un encogimiento de hombros que viene a querer decir “esto es lo que hay”. En lugar de bajar a la calzada, me interno en el bosque de bicicletas, armado de paciencia, para que al menos se den por aludidos, hasta que logro salir por el otro lado. Otros viandantes no son tan pacientes: un señor con camisa a rayas y pantalón gris les llama la atención y les informa de que no pueden quedarse ahí, pero los ciclistas hacen como que no le entienden, aunque no hace falta comprender el idioma para descifrar, sin género de dudas, el contenido de su mensaje.
Uno ve a estos turistas y encuentra en ellos, claro, a gente de lo más normal y más corriente, subida a una moda infame que considera a las ciudades como productos puestos en venta y a quienes viven en ellas como estorbos con los que hay que lidiar. Y esta es, exactamente, la perspectiva que adoptan muchos de aquí cuando van a hacer turismo allí. Pero esta circunstancia no es contraria a la evidencia de que el turismo, cuya facilitación de ingresos nadie pone en duda, es, al mismo tiempo, una actividad incómoda para cada vez más vecinos en cada vez más ámbitos. Y dar por sentado que todo el mundo hace lo mismo cuando viaja por ahí con tal de excusar ciertos comportamientos es, además de mentira, una falacia gastada por el uso. Mucho antes de los fondos de inversión que reclaman la ejecución de desahucios para la adquisición de viviendas que habrán de servir de apartamentos turísticos está la certeza de que el turismo masivo le hace más difícil la vida a muchos en cuestiones cotidianas pero no menos importantes. Y aquí se ha dado por sentado que hay que apechugar, de nuevo, que es lo que hay, porque vivimos de esto. Pero a lo mejor estaría bien, por una vez, hacer algo de política en favor del ciudadano. Lo que pasaría por aplicar la misma normativa municipal relativa a la circulación en bicicleta a todo el mundo, por igual. Y, quién sabe, igual sería oportuno permitir las fotos en los mercados municipales solo bajo previa autorización, como ya hacen muchas ciudades, ya no solo para evitar su colapso sino porque a lo mejor a quienes trabajan allí tampoco les hace mucha gracia estar todo el rato ante las cámaras. Y no, no se trata de turismofobia, no vengan otra vez con ese rollo que ya no cuela. Se trata de algo tan radical como garantizar al ciudadano sus derechos fundamentales. Porque, mala noticia, no todo está a la venta. Por más que nos quieran convencer de lo contrario.
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