Hotel Málaga
Calle Larios
Se trataba de convencer tanto al turista como al residente de que lo mejor que le podía pasar a esta ciudad era su reciclaje como complejo vacacional con todo incluido, y la operación ha sido un éxito
Málaga: apuntes a una Feria futura
Málaga/Me escribió al wasap un amigo con familiares en las torres de Martiricos, propietarios por derecho, para confirmarme que lo que se estaba contando en las noticias publicadas sobre el conflicto con los pisos turísticos del mismo inmueble era rigurosamente cierto. Después de haber invertido sus ahorros en una vivienda soñada, los residentes habían visto fulminarse sus ilusiones en pocos días. Los escándalos, borracheras, peleas y juergas son continuas y descontroladas. El turismo que se deja caer, atraído por la novedosa construcción, se corresponde en gran parte con el que disfruta hacinando a ocho o diez personas en un mismo piso y haciendo el gamberro con un extintor hasta que las consecuencias ponen en jaque a los efectivos de seguridad que puede ofrecer esta ciudad. Y, si sales al rellano para subir al ascensor, no serías ya el primero en encontrarte alguna escena poco edificante, lo que, especialmente si vas con tus niños, puede dejar consecuencias aún menos deseables. El caso tiene su atractivo en la categoría ilustrativa del problema de la vivienda en Málaga. A partir de lo sucedido, de hecho, podemos establecer varias consideraciones: la enésima demostración de que buena parte del turismo que hace uso de estos equipamientos no deja beneficios a la hostelería ni a nadie, hace gala de un comportamiento nauseabundo que ni Málaga ni ninguna otra ciudad se merecen y considera que tiene carta blanca para hacer lo que le dé la gana porque lo ha pagado de antemano (y no, la falacia del argumento “los pobres también tienen derecho a viajar” no computa aquí, lo siento); la estéril, vergonzosa y no menos falaz acusación de “turismofobia” con la que algunos propietarios de los pisos turísticos pretenden despachar a los residentes, tal y como ciertos concejales, consejeros y delegados han pretendido despachar a los afectados por este fenómeno y a la opinión pública cuando se les ha ocurrido manifestarse; la certeza, ya bien fundada, de que este turismo incendiario convierte en cochambre lo que es promocionado y pagado como lujo exclusivo; o la celeridad con la que el Ayuntamiento ha solicitado a la Junta de Andalucía que dé de baja los pisos turísticos de las torres de Martiricos, cuando cientos de ciudadanos llevan demasiados años aguantando la misma tortura sin más solución por parte de la administración que el billete de ida a Villanueva del Rosario. Pero quería detenerme, esta vez, en otra cuestión: los residentes de las torres de Martiricos denuncian que muchos de estos turistas actúan como si estuvieran en un hotel y, más aún, se niegan a aceptar la idea de que no lo están: exigen al portero que les suba las maletas, tienden la ropa en los pasamanos, dejan la basura en la puerta del piso convencidos de que alguien pasará a recogerla, ignoran las normas comunitarias relativas a la piscina y hasta piden a los residentes que les suban el servicio de habitaciones si los ven volviendo tranquilamente a casa por la noche. La idea no es nueva, pero sigue resultando fascinante: buena parte del turismo que nos llega lo hace bajo la premisa de que todo lo que ve es un hotel puesto a su disposición. Lo que, por supuesto, ni es aleatorio ni pasa porque sí.
Para ser honestos, lo que más me llama la atención del caso de las torres de Martiricos es que parece sacado de una novela de J. G. Ballard. Es una distopía perfecta: el género literario y cinematográfico devenido en nuevo realismo no se define tanto por lo catastrófico sino por el descubrimiento de que lo que creíamos que era el mundo real resultaba ser otra cosa, algo muy distinto. Se da así un reconocimiento similar al que procede en la anagnórisis clásica: uno puede dejarse medio millón de euros en lo que creía que era un apartamento en un rascacielos pero, sorpresa, en realidad estaba comprando una habitación de hotel. Más aún, muchos de los residentes del centro creían que sus viviendas eran tales cuando, una vez caídos los telones, resultó que eran hoteles de pega para esos pobres turistas que no pueden pagarse un hotel de verdad. Cuando peatonalizaron la calle Larios y el centro histórico los malagueños fuimos a celebrarlo como si aquel regalo fuese para nosotros, pero el plan pasaba por meterlo en el todo incluido del estupendo complejo hotelero en el que iba a quedar convertida la ciudad de Málaga. A partir de aquí, hubo que seguir el plan al dedillo: se trataba, por una parte, de convencer al turista potencial de que Málaga era, efectivamente, ese hotel enorme cuyos ciudadanos formarían parte del servicio y en la que nadie iba a importunarle demasiado si decidía pasearse en bañador desde la puerta del apartamento hasta la playa, y salió bien; y, por otra, había que convencer al ciudadano de que este reciclaje de Málaga en dispositivo vacacional era lo mejor que nos podía pasar, que habría beneficios para todos, prosperidad y riqueza, y que los sacrificios que hubiera que asumir se verían debidamente recompensados; y también salió bien.
De modo que, cuando un turista se mete en cualquier sitio convencido de que está en un hotel, no lo hace arrobado por una chalaúra quijotesca, ni porque esté desnortado, ni porque haya leído mal el manual de instrucciones: lo hace con todo el derecho, porque eso es justo lo que le han vendido y lo que ha comprado y, claro, no va a ceder un ápice a la hora de reclamar lo que es suyo. En cuanto al ciudadano, bueno, Málaga se consolida como la quinta ciudad más cara de España para vivir y, al mismo tiempo, se afianza entre los últimos puestos del ranking relativo a los ingresos medios de las familias (quienes, de paso, pagan cada vez más tributos por servicios cada vez más deficitarios). Todo esto se parece, me temo, a una estafa, para la que han dado el visto bueno en las últimas décadas administraciones locales, autonómicas y nacionales bajo gobiernos de distinto signo y, vaya por Dios, igual competencia. Pero lo importante es que la domesticación de la población local por la que claman los nómadas digitales está quedando de rechupete. Ya verán ustedes: cuando no quede ningún malagueño incordiando, a Málaga no va a haber quien la pare.
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