Málaga: los bien domesticados
Calle Larios
Quién sabe, a lo mejor la solución para devolver la ciudad a los ciudadanos pasa por crear más espacios públicos, más zonas verdes y esos recursos urbanos a los que el turismo, presumiblemente, no presta tanta atención
Málaga: un refugio para Antígona
Que la impunidad hacia los varones (turistas en su inmensa mayoría) que deambulan por el centro con el torso desnudo y el bañador puesto es absoluta dejó de ser un secreto hace ya tiempo. Cuando te los cruzas en la misma acera y en sentido contrario, no hay más remedio que bajar a la calzada o subirte al escalón de algún portal para evitar algún refregón desagradable (por lo general, quienes practican tal deporte son a su vez poco escrupulosos con las distancias sociales y prefieren resolverse a empujones). A lo mejor esto suena muy racista por mi parte, pero, si en el centro estos encuentros tan poco inspiradores son diarios, en el barrio ya empiezan a ser tristemente frecuentes. Todo esto viene a cuenta porque hace unos días, en el Muro de San Julián, eran cuatro los simpáticos chavales que venían de frente, en dirección a Tejón y Rodríguez sin camiseta alguna, musculosos, con caras de pocos amigos y sin intención de facilitar el paso. En sentido contrario, hacia Nosquera, caminábamos un servidor y una vecina que venía de hacer la compra en el Dia de Carretería. Al ver el percal, nos orillamos como pudimos, cada uno a un lado de la estrechez, y esperamos a que pasaran los cuatro fenómenos y a que se llevaran con ellos el aire que respiraban. Cuando coincidimos de nuevo en el eje central de la calle, la mujer se dirigió a mí con media sonrisa, inclinó un poco la cabeza y dijo en voz baja: “Qué le vamos a hacer”. Y, al escucharla, recordé algo que me contó hace algún tiempo un amigo informático, que trabaja en un empresa que presta a su vez distintos servicios a las primeras multinacionales del sector: entre las variables que evalúan los nómadas digitales para establecer sus particulares rankings de las ciudades más apetecibles en las que instalarse, figura la native domestication o native taming, esto es, el nivel de domesticación de nativos o de tolerancia de residentes hacia el turismo extractivo. El mayor nivel de domesticación, a partir del que se establecen los registros, es Dubai, donde, al parecer, los turistas pueden hacer lo que les dé la gana con el aplauso local. Aunque, en un principio, el uso de esta terminología tendía a ser discreto, hay ya diversa bibliografía al respecto (siempre recomendaré la lectura de Valle inquietante, el libro de Anna Wiener que publicó en España la editorial Libros del Asteroide) y cada vez es más fácil encontrar referencias similares en redes sociales. Ese Qué le vamos a hacer es una expresión fidedigna de una domesticación bien asimilada. Y, de nuevo, lamento parecer demasiado etnocentrista.
Pero la domesticación no obedece en Málaga a un milagro espontáneo, sino a un trabajo concienzudo por parte de todas las administraciones. Primero, en el convencimiento mayoritario de que no había más modelo de desarrollo posible que el que prodigara un turismo depredador al que había que concederle todos los sacrificios, con una pandemia encima si hacía falta, con tal de que los visitantes se sintieran a sus anchas. Y si para eso había que renunciar a derechos fundamentales como los que garantizan la vivienda y el descanso, siempre, se nos decía, podíamos irnos a vivir a Coín o a Villanueva del Rosario. Mientras los precios de alquileres e hipotecas subían en Málaga más que en ninguna otra ciudad española, en relación directamente proporcional con el volumen de viviendas turísticas, tanto desde el Gobierno como desde la Junta y el Ayuntamiento se nos insistía en que no había ningún problema con la vivienda, que todo era normal, que la situación estaba prevista; y, cuando definitivamente la situación se le fue a todo el mundo de las manos, cuando hubo que admitir que había un problema, ya había potaje de sobra para la acusación partidista por no haber construido más vivienda pública, como si todo dependiera de eso. Ahora, todo el mundo se congratula (y cada cual, de paso, procura colgarse la medalla correspondiente) porque la sociedad civil ha dado en Málaga un ejemplo de responsabilidad al reclamar el más que necesario tren litoral y poner a trabajar a las administraciones para que hagan otro estudio de viabilidad; pero también ha dado la sociedad muestras de la misma responsabilidad al reclamar un bosque urbano y mayores facilidades para el acceso a la vivienda, exigencias que, sin embargo, han sido invariablemente no ya desoídas por las mismas administraciones, sino despachadas con insultos graves hacia los demandantes. Todo este trance obedece a la domesticación: nadie en su sano juicio va a oponerse al tren litoral, entre otras razones porque el sector turístico también lo reclama; un bosque urbano o una regulación que limite los precios del alquiler y los usos turísticos de las viviendas son, sin embargo, medidas conflictivas que chocan con intereses muy consolidados. Esto es, se escapan del ámbito estricto de la domesticación y, por tanto, deben ser no solo rechazados, sino directamente criminalizados. La penalización kafkiana de la turismofobia es, qué remedio, el siguiente paso. Y habrá que estar prevenidos: como en El proceso, cualquiera podrá ser acusado y condenado.
Hasta toda una ministra de la Vivienda como Isabel Rodríguez justifica la necesidad de facilitar el acceso a la vivienda con el argumento de que alguien tendrá que servir los espetos a los turistas. Todo es muy complicado: hay pequeños propietarios que ven vulnerados sus derechos por una ley mejorable en todos sus términos, rentistas que reivindican su aportación a la economía malagueña, barrios ya despoblados devorados por las ratas en los que una cama caliente cuesta un ojo de la cara y una explotación comercial abusiva del centro mientras las cucarachas campan a su antojo en hospitales y centros de salud. Todo es tan complicado que, en realidad, es muy sencillo: seguramente, la solución para devolver Málaga a los malagueños pasa por darle a la ciudadanía los espacios públicos, las zonas verdes y las facilidades urbanísticas que necesita, ni más ni menos, por mucho que tales adornos resulten, tal vez, indiferentes al turismo. A partir de aquí, en una ciudad capaz de poner el foco en los ciudadanos, el modelo lo tendría más fácil para girar en un sentido muy distinto. No hay que ser un lince para advertir una relación directa entre el encarecimiento inasumible de la vivienda y la degradación absoluta de los espacios públicos, pero aquí también la domesticación hizo su trabajo al convencer al respetable de que si la calle amanecía día sí y día también llena de basura hasta las cejas y con el mobiliario urbano devastado era, exclusivamente, por su culpa. En fin, que en esto de la domesticación Málaga tenía de antemano todas las papeletas. Y, una vez más, pido perdón por si algún colectivo racial o étnico ha podido sentirse ofendido por este artículo.
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