Málaga: el buen turista
Calle Larios
Quizá para valorar en su justa medida la expulsión a la que los malagueños se ven sometidos habría que preguntarse qué los expulsa, cuál es la lógica del procedimiento y qué podemos esperar a corto plazo
A gastar Málaga por el uso
En su última columna publicada en el Diario de Sevilla, la imprescindible Carmen Camacho señalaba dos falacias comunes con las que se pretende criticar a los contrarios al modelo turístico vigente, cuyas consecuencias en la habitabilidad de las ciudades son evidentes. La primera tiene que ver con las acusaciones de xenofobia con las que a menudo se despacha a los críticos: son reacios al modelo porque no les gustan los extranjeros. Esta acepción tiene una concreción en el término turismofobia que hemos escuchado mucho en Málaga últimamente, especialmente en boca de alcaldes, concejales, periodistas, el presidente de la Diputación y la patronal hostelera. En su columna, Camacho ironiza con que aquí nadie pretende expulsar a ocho millones de inmigrantes, pero sí lograr, precisamente, que nuestros barrios sean habitables, que el comercio local tenga una oportunidad y que nadie se vea obligado a marcharse por no poder afrontar un alquiler o por no aguantar más el infierno en el que las viviendas turísticas han convertido tanto el centro de las ciudades como sus entornos emblemáticos. Hace unos días, sin ir más lejos, supimos en Málaga del cierre de la heladería de Casa Mira en Andrés Pérez por el mismo procedimiento que se llevó por delante el Shakespeare y otros lugares señeros y queridos por la población local: un propietario compra un edificio completo para convertirlo en lo de siempre y todo lo que haya en su perímetro desaparece sin más. Ya sabemos cómo funcionan las falacias, pero seguro que cualquiera percibe bien la diferencia, aunque pretenda lo contrario más por falta de ética que de entendederas. Lo que no es una falacia es la certeza de que el mismo espectro ideológico al que tanto le preocupa la preservación de la civilización autóctona a cuenta de las presuntas invasiones de culturas ajenas es el mismo que da la lata todo el día con la turismofobia. En el fondo, tiene su gracia.
La segunda falacia que aborda en su columna Carmen Camacho (quien, por cierto, se refiere en su artículo a Sevilla, aunque podemos extraer las mismas conclusiones para Málaga sin problema) es la que acusa a tales turismófobos de incoherencia, ya que, aseguran los preservadores del modelo, en cuanto llega el verano se largan por ahí a hacer lo que critican aquí, esto es, turismo. Es un poco como cuando se le niega a Antonio Muñoz Molina el derecho a hablar de escasez por llevar un reloj presuntamente caro que luego no es tal, pero difama que algo queda. Si no te gusta que vengan guiris a apiñarse en viviendas turísticas, celebrar sus ruidosas despedidas de soltero, emborracharse en manada y ponerlo todo perdido, y encima tienes la desfachatez de criticarlo, que no se te ocurra irte un fin de semana al Parador de Fuente Dé a respirar aire puro. Hace unos días conversábamos unos amigos sobre la diferencia entre viajar y hacer turismo. Es una cuestión de concienciación, decía uno, más bien de conductas concretas, apuntaba otro. Fue otro amigo el que dio en el clavo: “No sé qué es un viajero, lo que sí sé es que el turista soy yo no cuando viajo, sino cuando me quedo en Málaga: aquí sí que me siento como un turista”. Cuando hablamos de turismo, incluimos en esta marca perfiles muy contradictorios: caben tanto el visitante que viene a admirar museos como el descamisado ferviente que viene a pillar la cogorza de su vida, a poner los pies sucios en los asientos, a armar bulla y a ponerse chulo con quien le llame la atención. Pero acusar de hacer lo mismo a quien critica no a los turistas por ser tales, sino a los incívicos, es, cuanto menos, muy feo.
Y ya, de paso, cabe señalar que el mecanismo de la industria turística ha insistido en dar satisfacción a un perfil de visitante nocivo e indeseable por la misma evolución del sector. El turismo ha devenido en una práctica basada en la premisa de que la inversión que hace el consumidor convierte para él todos los caprichos en derechos y le exime de todas las responsabilidades. Solo existe una regla: el dinero lo puede todo, es decir, paga y haz lo que quieras. Como si vas al cine y le prendes fuego a tu butaca porque has pagado tu entrada. El turista, por tanto, es alguien que quiere ver determinadas cosas, disfrutar atractivos concretos y contar después que ha estado allí pero desde la más absoluta indiferencia a la realidad del sitio que visita. Como si se internase en un decorado hecho a su medida sin haber salido del todo de su casa. Los mismos turistas que durante décadas han ido a veranear a resorts de pulserita en países masacrados por el hambre y la miseria, para los que se levantaban los muros precisos con tal de que no tuvieran nada que ver nada desagradable, son los mismos que vienen ahora a nuestras ciudades. Y si no lo son personalmente, la actitud sí es la misma. No hablo de moral, que conste, sino de ética: si legitimimamos un turismo basado en la inhabitabilidad de las ciudades, entonces tendremos que legitimar otro basado en el narcotráfico o en la prostitución infantil (recomiendo siempre la lectura de la novela de Michel Houellebecq Plataforma, muy ilustrativa al respecto). De modo que sí, el problema al que nos enfrentamos es grave. Y, o lo afrontamos con la seriedad requerida, o nos lleva por delante.
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