Málaga: tomar un café
Calle Larios
Resulta cuanto menos curioso que, en la Málaga que sigue presumiendo de su particular nomenclatura para los cafés, la cafetería, entendida como tal, represente ya una especie en extinción
Miniaventuras en MiniMálaga

Málaga/El pasado fin de semana me dirigía al cine Albéniz, según la costumbre dominical, y en la Plaza de la Merced me encontré con un amigo que caminaba en dirección contraria, es decir, hacia el barrio. Este amigo vive en el centro, con lo que disfruta las ventajas del entorno y sufre sus inconvenientes, pero, en cualquier caso, lo tiene considerablemente más difícil para realizar ciertas actividades que justo en la mayoría de los barrios resultan cotidianas y de acceso inmediato. Era la hora de la merienda y, de hecho, mi amigo me preguntó por alguna cafetería que hubiera en mi barrio, en la Victoria, sencillamente porque le apetecía tomar un café. En un primer momento, me embargó una cierta sorpresa: hombre, pensé, si lo que quieres es tomar un café, ¿es que no hay cafeterías en el centro? Pero mi amigo, que es muy sagaz, debió advertir mi gesto y me dijo: “Pero quiero ir a una cafetería de verdad, estoy harto de los sitios estos turísticos en los que te ponen ya cualquier cosa menos un café”. Y entonces caí en la cuenta de que no, de que realmente no quedan cafeterías en el centro, salvo las churrerías franquiciadas adaptadas ya a los horarios de los turistas y algunos restaurantes de cierta distinción en los que te puedes tomar un café (solo a ciertas horas) por un ojo de la cara. De modo que le di a mi amigo alguna referencia (los domingos por la tarde no son recomendables para tomar café: las mejores cafeterías cierran y no abren hasta el lunes) y, cuando salí del cine, quise cerciorarme de la fortuna que hubiera podido corresponderle, así que le interrogué vía wasap y me contó que había terminado tomándose el café en la terraza de una heladería de barrio, de las de siempre, lo que entrañó sin duda una sabia decisión por su parte.
Lo interesante de todo esto no es tanto que ya no queden cafeterías en el centro como que el modelo que acabó con estos establecimientos está ya empezando a hacer estragos en los barrios. Yo soy fiel a mis cafeterías, en las que sirven buen café, se desayuna como Dios manda, hay buen servicio y puede uno pasar un buen rato, sin prisa, en amistosa conversación o en solitaria lectura (lo siento, no pienso dar por aquí el nombre de ninguna, que os conozco). Pero a menudo visito otras por las razones más peregrinas, dentro y fuera del centro, y lo cierto es que en los últimos meses he podido advertir algunas tendencias significativas. Para empezar, tanto la mayor parte de las nuevas cafeterías (denominadas así) como una parte considerable de las ya veteranas funcionan en realidad como restaurantes, de cartas muy limitadas, abonados al fast food y orientados de manera clara al turismo, tanto en los menús como en los horarios. Cada vez es menos raro, por tanto, que ya a partir del mediodía, a las 12:00, las mesas queden reservadas para el brunch, con lo que, si vas solo a tomar un café de media mañana, te ves conducido a la barra o directamente a otro bar. En algunos locales es posible que te permitan sentarte a la mesa si vas con más personas, pero también es cada vez más habitual en estos casos que el personal te advierta del tiempo que tienes para consumir el café o lo que hayas pedido. Porque la prioridad es el turista y, claro, sus horarios no son los nuestros. Ojo, no pretendo formular aquí ninguna queja ni nada parecido: si tuvieran que depender exclusivamente de los cafelitos que se toman los malagueños, todos y cada uno de estos establecimientos, especialmente los que no tienen una clientela fija (lo que sí es más fácil conseguir en los barrios), se verían abocados al cierre sin remedio. Que los empresarios pongan los huevos en la cesta del turismo en una ciudad como Málaga, y que condicionen su actividad a los usos foráneos, es tan razonable como vender zapatos en una zapatería. Lo que sí resulta oportuno señalar, tal vez, es la evidencia de que la cafetería como la habíamos conocido, la centrada en el café y en la experiencia asociada, ya sea más ruidosa o más tranquila, parece estar vista para sentencia. Y que esto es algo que termina pagando el vecino, en el sentido de que se ve, de nuevo, obligado a sacrificar ciertas costumbres para la proliferación de otras que inevitablemente le resultarán ajenas.
Lo paradójico es que Málaga sigue haciendo gala de su tradición en la nomenclatura de las distintas modalidades del café con leche cuando lo verdaderamente extraordinario ya es poder tomarse un sombra o un mitad sin tener que pedir a la vez un sándwich club o un bagel de salmón. La starbuckización del sector celebra su feliz consumación y lo que antes era un capricho corriente, espontáneo, tomarse un café y ya está, ya ven qué poca cosa, ahora se presenta como una opción distinguida, un momento especial, un no sé qué que, por supuesto, hay que pagar por lo que vale. Porque para el turista, también lo sabemos, el café es un producto extraordinario, no cotidiano, y ahora se trata de colarlo en Málaga de esta guisa, con lo que el primer adversario a batir son las cafeterías. Ya vimos la sustitución del Café Central por un pub de atrezzo y pronto veremos cerrada la tetería de San Agustín, la última del centro, después de que ya viéramos la tetería El Harén, en Andrés Pérez, cambiada por una especie de taberna para guiris (lo que va en consonancia con otra evolución al gusto, parece, de ciertos turistas: la proliferación de licorerías ha sido aquí directamente proporcional a la extinción de las cafeterías). Durante un tiempo parecía que en Málaga, especialmente en el centro, no había nada que hacer si no consumías; ahora, superada esta primera fase, ya no se trata solo de consumir, también de hacerlo a lo grande, dejándose el precio de una cena en una parada de veinte minutos y pidiendo al camarero comandas cada vez más exóticas. Si se trataba de que el turista se sintiera como en casa y de que el vecino se sintiera como en otra parte, pues se ha hecho aquí un buen trabajo. Pero, ya ven, quién lo iba a decir: ahora, pararse a tomar un café sin más se ha convertido en un ejercicio de resistencia, tanto como sentarse en un banco o quedarse mirando las jacarandas. Ya me dirán qué riqueza vamos a generar así.
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