Calle Larios

Málaga: la ciudad redonda

  • Ya que hay que jugárselo todo a una marca, decididamente hemos dado con la fórmula más atractiva.

  • Nadie se resiste a una guinda en el pastel

  • Málaga y un jardín futuro

A la conquista de la ciudad redonda.

A la conquista de la ciudad redonda. / Javier Albiñana (Málaga)

Tal vez el lector recuerde esta vieja canción infantil: “Chiquito, redondo, barrilito sin fondo: el anillo”. Lo redondo forma parte de la identidad, la memoria y la cultura hasta extremos a menudo insospechados: con frecuencia se hace referencia a la invención de la rueda como prueba definitiva de la evolución humana, pero, en realidad, la cosa tiene su miga mucho más allá de la evidencia material por la que los signos y los objetos redondos nos acompañan desde el principio. Los círculos carecen de ángulos, así que, para calcular su área, así como el diámetro de su circunferencia, necesitamos echar mano de un número irracional, π, lo que los convirtió en objeto de veneración por parte de los pitagóricos. Desde mucho antes, sin embargo, distintas culturas paganas empleaban símbolos circulares para representar la lógica del destino y el sentido real del tiempo, a base de ruedas y serpientes que se muerden la cola. Tal vez por eso el círculo ha estado asociado también, desde siempre, a lo mágico, lo oculto y lo hermético. La Antigüedad se despachó a gusto con los círculos, dio con ellos forma a sus teatros, panteones y edificios notables, aunque la Iglesia cristiana prefirió la forma de la cruz para sus templos y, en general prestó (y presta) poca atención a las redondeces, con la excepción notoria de la hostia de la sagrada forma, heredera de la matzá judía. Razones tiene la Iglesia para recelar de las circunferencias: en correspondencia con lo mágico, el círculo está asociado también a lo demoníaco y a las fuerzas destructivas. Cuando Dante imaginó su Infierno, lo distribuyó en siete círculos en los que Virgilio ejercía de eficaz anfitrión. Shakespeare mandó construir un teatro bien redondo al que bautizó The Globe, pero para entonces el Bardo ya había hecho desfilar por los escenarios a Falstaff, quien amaba todo lo redondo, empezando por sí mismo y siguiendo por los galones de cerveza servidos en suculentas jarras, nalgas sinuosas y demás argumentos hedonistas. Nietzsche trazó el círculo definitivo con el eterno retorno, y en la Guerra Fría los cielos se llenaron de platillos volantes. El círculo ha evocado en cualquier época lo sensual, lo carnal, lo flexible, el gozo disfrutado en la mesa y en la cama, todo lo contrario de los afilados lados y vértices con los que uno corre siempre el riesgo de hacerse daño. Algo tendrá el aro cuando los domadores lo prefieren para hacer saltar a sus leones. Kurt Vonnegut celebró el ojo del culo como la más estelar expresión del círculo. Y conviene recordar que el vil metal tiene su acepción más sonora en la misma convención circular: treinta monedas siguen siendo un precio aceptable para traicionar a un hombre.

Málaga es ya una marca antes que cualquier otra cosa, así que poca broma

En las ciudades, los argumentos redondos suelen tener las de perder, salvo honrosas excepciones, frente a la árida arquitectura rectangular. Tal coyuntura obedece a la lógica aplastante del aprovechamiento y, ya que estamos, a la propiedad privada: es mucho más fácil delimitar con líneas rectas a quién corresponde cada porción de espacio habitable. Puede decirse, de hecho, que el verdadero urbanismo contemporáneo es el más capaz de ordenar los territorios públicos en círculos, exactamente igual que en el Infierno dantesco. De acuerdo, hay por ahí algunos auditorios de resonancia esférica para el mayor disfrute de óperas y orquestas, pero donde más se juegan las ciudades su calidad redonda es en las rotondas, trasunto del mismo Infierno donde los haya. Ahora, Málaga ha decidido sustituir su marca Ciudad Genial por la de Ciudad Redonda, lo que constituye, desde luego, una novedad cercana al atrevimiento. Lo primero que cabe subrayar es que la jugada no da para muchas bromas: en Málaga, las marcas son ya una cuestión tan fundamental como la ciudad misma, hasta el punto de que Málaga ya es más una marca que cualquier otra cosa. Como tal marca, le corresponde partirse la cara en los mercados, ocupar los primeros puestos en los escaparates, burlar a los algoritmos y, en fin, hacerse rentable por encima de cualquier otra consideración. De modo que si los próceres municipales han decidido apostar por la calidad de Málaga como ciudad redonda para que sigan viniendo los turistas a celebrar sus despedidas de soltero y a dejarlo todo perdido, pero con mucha recaudación en el sector hostelero, la decisión sólo puede haberse tomado después de muchas horas quitadas al sueño. Parece que la referencia a la redondez tiene que ver con la mezcla de bienestar y progreso que ofrece Málaga, su combinación explosiva de oportunidades tecnológicas, culturales y empresariales y calidad de vida. Y así es. Otra cosa es que ese bienestar y esa calidad de vida no sean accesibles en absoluto. El Ayuntamiento puede lavarse las manos: nunca ha dicho que aquí se viva bien gratis. Por su parte, el Observatorio del Medio Ambiente Urbano, esa factoría de informes desoídos, sitúa ya la gentrificación en Málaga en niveles inasumibles. Es decir, que la ciudad sale redonda, claro, como una tarta. Pero sólo para quien pueda pagársela.

El Ayuntamiento puede lavarse las manos: nunca ha dicho que aquí se viva bien gratis

Y es aquí donde podemos advertir el sentido real de la marca. Málaga es una ciudad redonda tal y como el actual paradigma financiero entiende un plan redondo. Es decir, una estrategia en la que unos pocos se lo llevan todo y la mayoría se queda con la puerta en las narices. Al final, se trata de poner a Málaga en venta. No es la primera ciudad española definida en estos términos, ni será la última. Para terminar de convencer a los potenciales compradores de lo redonda que es Málaga, yo añadiría al logo una teta, a lo Aristófanes. Al menos, que tenga gracia.

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