Calle Larios

Málaga o el no lugar

En alguna parte estará la puerta de embarque.

En alguna parte estará la puerta de embarque. / Javier Albiñana (Málaga)

Leí la noticia de la muerte de Marc Augé en un aeropuerto, lo que me pareció una coincidencia preciosa, con el homenaje implícito en el obituario. A uno nunca le toca la lotería (tampoco es que juegue mucho, ya saben), pero este tipo de azares resultan entrañables, como una alternativa con la que uno, si quiere, puede consolarse. Volvía a Málaga y, nada más llegar a la ciudad, me crucé con seis mendrugos descamisados y peludos como osos de camino a casa a través del Centro. No es un mal recuento, aunque tampoco es difícil aumentarlo sólo con ir de la Plaza de la Merced a la Calle Larios. Pocos días antes de salir, tuve que pedir a un señor que se expresaba en un francés rudo y malhumorado que se pusiera una camiseta o bien se echara un lado para que mi familia y yo pudiéramos pasar por la acera sin tener que restregarnos contra su torso sudado. El gabacho se lo tomó a mal y, por supuesto, no se desplazó un centímetro. Pero supongo que, cuando promueves una ciudad como destino ideal para cierto turismo, recibes exactamente lo que buscas. Volvamos, sin embargo, a Augé, otro francés considerablemente más amable que, en su calidad de antropólogo, definió el término no lugar. Ya en el prólogo de su libro Los no lugares, concebido como una antropología de la supermodernidad, Augé se refería a los aeropuertos como ejemplos decisivos del no lugar, ámbitos donde el individuo no puede establecer relaciones, en los que permanece por tanto bajo el más estricto anonimato y en los que sólo reacciona según las conductas propias del consumo. Si el lugar es susceptible de acoger una identidad, en la medida en que es capaz de integrar elementos (culturales, artísticos, religiosos, políticos, económicos) pasados y presentes que a su vez los individuos pueden reinterpretar de manera eficaz para pasar a formar parte de una comunidad, el no lugar permanece del todo exento de estas directrices. Augé admitía que la percepción del no lugar es subjetiva: la posibilidad de establecer relaciones o no es personal, del mismo modo en que hay quien se encuentra en un aeropuerto o en un centro comercial como en el salón de estar de su casa; pero, de entrada, el no lugar se articula sin atender a posibles cuestiones de identidad. Ya sé de sobra que usted, lector, conoce bien la definición del no lugar, pero de vez en cuando conviene volver a las bases. Augé escribió desde la supermodernidad, aunque, si habláramos en términos más recientes de hipermodernidad (paradójicamente próximos a una post-postmodernidad), cabría reparar en la permeabilidad con la que lugares y no lugares tienden a confundirse, mezclarse y hacerse pasar por el otro, aunque, como veremos, con más facilidad en una dirección que en otra. Y las ciudades constituyen el principal paisaje donde esta metamorfosis resulta más visible. Lo divertido es, si se quiere, el modo en que Málaga se ha apresurado a servir de ejemplo. Que quede claro.

Málaga es esa ciudad en la que el no lugar ha suplantado al lugar: lo único que puedes hacer aquí es consumir

En el fondo, la explicación es muy sencilla. Si estableces las políticas adecuadas para que una ciudad pase de ser un lugar para vivir a un espacio para consumir, estás abonando el terreno para convertirla en un no lugar. Se trata de un procedimiento orgánico y espontáneo. En un aeropuerto no puedes hacer muchas más cosas que comprar en el duty free, tomar un café y esperar a la hora del embarque. No hay relaciones de identidad y, además, es muy difícil establecerlas. Cuando vas al Centro de Málaga, las opciones se restringen a los márgenes del consumo, comercial, turístico o cultural. A los museos, por ejemplo, se les presupone una capacidad sobrada para dotar de argumentos a la identidad colectiva y ejercer su función de lugar; pero si los gestionas como un elemento más a disposición del consumidor, esta función queda seriamente mermada y la identidad potencial, diluida. Digamos que es mucho más fácil convertir un lugar en un no lugar que lo contrario. Y en Málaga tenemos ejemplos impagables, fabulosos, como La Coracha, un lugar cargado de una identidad histórica brutal que quedó en su momento convenientemente reducido a un espacio en el que no puede hacer nada, salvo ejercer el derecho al consumo en la terraza correspondiente. Lo mismo podemos decir de la Plaza de la Marina, sin ir más lejos. A nadie se le ocurrió que podía haber una opción para el Muelle Uno distinta del centro comercial, como en otros muchos enclaves portuarios europeos. Pero es que Málaga es esa ciudad en la que el no lugar ha suplantado al lugar: lo único que puedes hacer aquí es consumir. Así sucede en el Centro y, con cada vez más impulso, en los barrios, cada vez mejor conectados pero a la vez desprovistos de cualquier seña de identidad propia. La noción de espacio público se ha prostituido en Málaga para su más exhaustiva explotación comercial. Hasta el punto de que ni siquiera los niños pueden jugar a sus anchas en los recintos supuestamente reservados para ellos.

El problema no es que Málaga esté en riesgo de perder su identidad, sino que la ha perdido ya

De este modo, pensadores contemporáneos como el sociólogo David Le Breton han señalado las alternativas al consumo como ejercicios capaces de conquistar espacios para su reconocimiento como lugares significativos. Caminar, por ejemplo, sin más intención, se convierte en una práctica de resistencia y, de paso, de construcción de una ciudadanía consciente de sí. Que Málaga lo ponga especialmente difícil a los caminantes, sin sombras ni zonas verdes y con un mobiliario urbano deficitario, invita a reflexionar sobre las verdaderas intenciones. Por eso es hasta cierto punto razonable que Málaga sea una ciudad tan sucia por responsabilidad, en primera instancia, de los propios malagueños; como lo es que tantos turistas vean Málaga no como a una ciudad, sino como a una piscina, otro epítome hipermoderno del no lugar. Si una identidad urbana visible y subrayada sirve de freno disuasorio a la expansión acrítica del no lugar, la ausencia de la misma invita a considerar que no es una ciudad donde estamos, sino un contenedor de tránsitos. El no lugar queda definido por su calidad intercambiable: igual que puedes cambiar sin problema un aeropuerto por otro, puedes sustituir Málaga por otra ciudad cualquiera. Pero, ojo, no hemos llegado hasta aquí a consecuencia de la fatalidad. La hipermodernidad no es una epidemia, sino que obedece a los estímulos adecuados. Hacen falta políticas bien dirigidas para que el aprovechamiento comercial de los recursos alcance tal punto que las relaciones humanas sean improbables fuera del consumo. Y esas son las políticas que hemos tenido y tenemos. La ecuación es elemental: lo único que se puede hacer en un hotel puesto en el dique de Levante es consumir, mientras que un bosque urbano permite disponer del tiempo y del espacio desde la praxis de lo público. Se dirá, claro, que el consumo se traduce en puestos de trabajo; lo que no se dice tanto es que en un no lugar no se puede vivir, tal y como atestiguan los malagueños que se van cada año a otra parte. El problema no es que Málaga esté en riesgo de perder su identidad, sino que la ha perdido ya. Lo supimos cuando vimos un muro alzado donde había estado La Coracha, cuando alguien pretendió convencernos de que una mole de hormigón en Carretería era la antigua muralla de la ciudad. El reto pasa ahora por que sean los malagueños del presente los que forjen su identidad propia. No les será fácil mientras se les siga invitando a salir del plano para no interferir en el relato del éxito, que por supuesto corresponde a otros. Pero habrá que intentarlo.

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