Málaga: tradición e identidad
Calle Larios
Es lícito encontrar en la Semana Santa una conexión con cierta autenticidad cada vez más denostada, pero la resistencia a la uniformidad urbana debería ser más incluyente y constructiva
Málaga: todo está bien

Málaga/En los últimos días he sido interpelado, en no pocas ocasiones, ya sea desde la amistad cómplice o desde instancias más influyentes, sobre mi opinión de la Semana Santa de Málaga y su modelo actual. Me he resistido a emitir ninguna valoración al respecto, principalmente porque desde hace ya algunos años apenas voy a ver las procesiones y procuro mantenerme al margen. La Semana Santa se parece cada vez más al poder político, no solo porque entrañe en sí una forma de poder político, sino porque parece que todo el mundo debe tener una opinión bien formada sobre el asunto; y, la verdad, prefiero hacer de Bartleby, pasarle el marrón a otro y mantener mi atención puesta en otros menesteres (que, sorprendentemente, los hay). Por lo poquísimo que he podido comprobar personalmente, tengo la impresión de que la Semana Santa está siguiendo en Málaga el mismo proceso de mercantilización que atañe a los espacios públicos, lo que por otra parte resulta previsible; pero, insisto, es solo una impresión, más atinada o más equivocada, no una opinión para la que, me temo, carezco de suficientes elementos de juicio. Sí me interesa mucho, sin embargo, la cuestión de las identidades urbanas, especialmente cuando entran en litigio con los modelos unificadores y hegemónicos impuestos por el paradigma tecno-turístico-inmobiliario ya cómodamente asentado. Y aquí sí que conviene pararse un poco y reparar en todo cuanto tiene la Semana Santa, independientemente de sus servidumbres y méritos, de posible depositaria de una cierta autenticidad social y urbana cada vez más erosionada.
Leí hace unos días la noticia sobre la retirada de unas estampas, con imágenes de la iconografía religiosa malagueña, con la que algunos devotos desconocidos habían cubierto postes y semáforos. Parece que, ante la actuación municipal, los mismos artífices habían vuelto a decorar con sus estampas el mobiliario urbano, igualmente apartadas por los técnicos al cargo. Lo que parecía un acontecimiento sin mucha chicha generó un interesante debate ciudadano entre quienes veían oportuna la retirada, quienes criticaban que el Ayuntamiento se diera mucha más prisa en quitar las estampas que en retirar los candados de las viviendas turísticas y quienes veían en la fijación de imágenes religiosas un espontáneo anhelo de identidad, de recuperación de esencias perdidas. En otros artículos he sostenido que, frente al holding hostelero que impone el mismo escenario en todas partes, aséptico y fiel al criterio consumista del no lugar, la Semana Santa conserva ciertos ritos que permiten a Málaga, de manera excepcional, reconocerse en un lenguaje, una praxis y una forma de convivencia que le son propios y fidedignos; y no tanto por las procesiones, que de hecho se muestran cada vez más cómplices del establishment turístico en la disposición de los espacios públicos ya prácticamente durante todo el año, sino en el trabajo social y asistencial que no pocas hermandades desempeñan en sus barrios de forma continua. Ahora bien, de ahí a que sea la devoción religiosa la que termine acaparando cualquier expresión de la identidad de Málaga media un trecho bien largo. Primero, porque, por razones, evidentes, hablaríamos de una identidad excluyente, reservada a una profesión de fe concreta y contraria por tanto a una transversalidad no ya deseable, sino imprescindible; y, segundo, porque la identidad es algo muy distinto de la tradición, que es de lo que, en el fondo, estamos hablando aquí.
Una tradición es una manifestación que se define por su fidelidad a un sistema de símbolos y códigos resistentes al paso del tiempo. Las tradiciones evolucionan, pero únicamente en sus cuestiones accidentales, nunca en las sustanciales. La tradición responde a un deseo de permanencia y, por tanto, de inalterabilidad, con lo que su interés principal es la preservación. Es razonable, por tanto, que una tradición como la Semana Santa vea en los modelos urbanos actuales un adversario (salvo cuando, como sucede con el turismo, sea capaz de sacarles partido) y que, al mismo tiempo, se vea a sí misma como un agente de resistencia frente a estos modelos. La identidad es, por el contrario, un fenómeno en permanente construcción, especialmente en su acepción cívica: allí donde las identidades nacionales tienden a anquilosarse, las urbanas se reconocen por su dinamismo y transformación, sobre todo desde que ha quedado constatado el poder regenerador de los municipios frente al resto de estructuras administrativas. La identidad puede nutrirse de la tradición, por supuesto, pero solo en la medida en que le sirva para afirmarse y recrearse a la vez. Y me temo, con todo esto, que últimamente Málaga está igualando identidad y tradición con excesiva alegría. La pregunta sobre la identidad y su protección respecto a la homogeneización cutre que sufren las ciudades no debería darse en torno a de dónde venimos, cuáles son nuestros rasgos más fidedignos, ni siquiera qué nos distingue de los otros, porque todo esto es tradición, no identidad; al contrario, lo que corresponde preguntarse es qué hacemos. Cómo nos organizamos. Qué uso virtuoso, creativo, responsable y transversal le damos al poco espacio público que nos queda para que no lo conviertan en otra terraza. Y si la administración no responde a las necesidades, corresponde al poder cívico tomar partido y ponerse a ello. Eso sí es identidad. No pegar una estampita en un semáforo.
Esta semana vi a Irene Vallejo en la Escuela de Arte de San Telmo, donde mantuvo un encuentro con estudiantes. La escritora contó cómo, ante la reciente decisión institucional de cerrar en horario de tarde una biblioteca pública en su ciudad, Zaragoza, buena parte de la sociedad civil se organizó para celebrar manifestaciones y sentadas en los aledaños de la misma biblioteca en señal de protesta. Y así lo hicieron hasta que, finalmente, la administración competente cedió y volvió a abrir la biblioteca en horario de tarde. Eso sí es identidad, el celo en seguir construyendo lo que se es frente a quienes pretenden limitarlo. En Málaga, podemos seguir poniendo mensajes en redes sociales para preguntarle otra vez al Ayuntamiento cuándo va a reponer la cruz de la plaza de San Juan de Dios que arrancaron el año pasado unos turistas borrachos. Y tal vez está ahí la más ilustrativa demostración de la identidad malagueña.
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