Un mosaico hacia el cielo
Entre el Cementerio de San Rafael y el muro que lo separa de la circunvalación, este barrio superpoblado es una plácida marea de experiencias humanas en la que el secreto de la intimidad se vierte en tentación







Dos tipos toman unas cañas plácidamente en la puerta de un bar, a la sombra. El clima es perfecto. Cuando el fotógrafo extrae la cámara se ponen en guardia: "¿Esto para qué es? Mejor no nos saques, que se supone que no debíamos estar aquí". Otro hombre sale del bar y se interesa por la cámara. Enseguida le cuenta al reportero gráfico su odisea para traer una Canon profesional que compró en un país lejano "a mitad de lo que vale aquí", sin levantar sospechas en la aduana. "La desmonté pieza a pieza y me preguntaron qué era aquello, yo les dije yo que sé, pero es mío, y me respondieron venga, palante". Resulta difícil no ceder a la tentación y sumarse a las cañas, pero el Cortijo de Torres, el barrio, no el páramo anexo en el que cada año se levanta la Feria, es más grande de lo que parece.
Y lo cierto es que esa picaresca malagueña, de la que luego se presume en los bares, que es donde tiene sentido presumir de lo que se puede, se respira aquí de manera especial. Igual es por el muro. Hay pocos barrios cuyo perímetros esté señalado por un muro aislante. El Cortijo de Torres lo tiene: una mole de hormigón lo separa de la circunvalación, que a su vez lo separa del Real de la Feria. Resulta extraña la sensación de ir callejeando y de repente toparse con una altura abismal y monótona, como una muralla medieval tras la que deben habitar los dragones, por la que se cuela el ruido del tráfico. Claro que al Real se puede llegar sin problemas por el carril bajo el puente que lleva a Los Prados.
Pero la imaginación se excita expuesta al sol y uno vislumbra hordas enfurecidas y catapultas ardientes con tal de llegar al otro lado, cual conquista de una Troya inexpugnable. Este muro es una de las peculiaridades del barrio, y seguramente una de las razones de que su espectro social y económico no se haya modificado mucho en los últimos años, por mucho que en el mismo periodo se hayan construido nuevos bloques de viviendas, por mucho que el Ayuntamiento haya anunciado la futura instalación de una barriada verde (a saber lo que querrán decir con eso) en El Duende (ah, claro, ahora tiene sentido lo del verde), justo al lado. Cierto: el Cortijo de Torres no es un lugar de paso, ni contiene elementos que, de entrada, pudieran resultar atractivos o necesarios al resto del mundo (como decía el clásico: conocerse es empezar a quererse, y viceversa). Pero en sus calles de altísimos edificios se dan cita los contrastes netamente malagueños y, sobre todo, se apuntan mil y un secretos apenas asomados en las ventanas abiertas, como un mosaico de ladrillos, cuerpos y espíritus que asciende hacia el cielo para gozo del caminante.
La arteria que articula todo el barrio desde la calle Juan Gris es la avenida de Nehemías, un extraño caudal que lo mismo transita por amplios parques y plazas que transcurre por estrechos recodos. Es la mañana calurosa de un jueves, día tan cotidiano y tan milagroso como cualquier otro. Salen al paso pocos vecinos en la calle; normal, en pleno horario laboral (los dos del comienzo constituyen la excepción a la norma) y con la que está cayendo. Un chico nos solicita a Javier Albiñana y a un servidor que demos un empujoncito a su coche calao. Lo hacemos, sale una espantosa humareda negra y el utilitario sale escopeteado. En un parque contiguo, unos jubilados refugiados a la sombra de unos árboles observan la jugada mientras muestran sus pechos velludos en sus camisas abiertas. Hay un recinto de columpios vacío como una alacena vacía, triste en la inspiración que presenta, pero limpio y utilizable, lo que no es poco en esta ciudad. Resulta extraña tanto espacio abierto, tanta placidez doméstica en un barrio superpoblado, cuyos vecinos se cuentan por miles. Uno de los jubilados lo explica a su manera: "Es que está trabajando todo el mundo. Aquí paro no hay mucho. Y si alguien se queda en paro, pues se busca la vida como puede y algunas perrillas saca". Algo de razón no le falta. Esta zona, conocida popularmente como El Copo, desde la que el perfil de Nuevo San Andrés se divisa como una masa informe de urbana monstruosidad, respondió en sus inicios también al desarrollismo que a mediados del siglo pasado propugnaba la proliferación de espacios dormitorio para las clases obreras, con consignas comunes como la arquitectura inhumana de verticalidad radical y escasas zonas verdes. Esas constantes se dan aquí, donde también el ambiente reclama a gritos más áreas de esparcimiento, pero de una manera más sosegada, respetando un tanto las mínimas condiciones de oxigenación precisas. Más extraño, sin embargo, resulta el hecho de que, en un barrio donde los bloques de 11 plantas sin parking proliferan como alcachofas, haya abundantes plazas de aparcamiento disponibles en plena calle. Pero claro, todo el mundo está trabajando, y todo el mundo lo hace fuera de aquí. Llega un olor a pescado. No en vano, en los bares más selectos del barrio se pueden degustar algunas de las mejores frituras de Málaga.
Pero el verdadero atractivo del Cortijo de Torres reside en el mosaico. Las ventanas desfilan con su ropa tendida (abundan las blusas de Hello Kitty, las equipaciones del Barcelona y el Madrid y los gallumbos de Calvin Klein: toda una intimidad ventilada al sol) y ofrecen apuntes de las moradas interiores, una bicicleta plegada en el lavadero, alguien que ve la televisión con su perro sentado en su falda, un dormitorio con la pantalla de un ordenador en el que posiblemente un estudiante se acaba de dejar las cejas, la foto de un familiar colocada en la esquina de una cómoda, una enorme pila de archivos traídos seguramente de un comercio y colocada en peligroso equilibrio sobre una mesa, la cuna de un bebé con papel pintado de globos coloridos en las paredes del cuarto, un soberbio crucifijo de madera, algunos zapatos amontonados en una nueva y urgente estrategia de ventilación, una bicicleta estática para la tardía operación bikini, una estantería con libros bien ordenados (seguro la biblioteca de algún/a señor/a mayor poco amigo/a de las novedades) y un botiquín oxidado. La vida transcurre allí dentro. Fuera, algunos distraídos pasean como si el resto de la ciudad no les hiciera falta.
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