Apuntes al cuarto mandamiento

El Museo Picasso establece un diálogo entre su colección permanente y 'Once obras invitadas' de maestros que el genio asumió como tales: entre ellos, Cézanne, Gris, Degas, Rodin y Manet

Apuntes al cuarto mandamiento
Pablo Bujalance Málaga

26 de octubre 2013 - 05:00

Aseguran los críticos (aunque a veces convenga desconfiar de ellos) que Picasso hace de su propia obra una arqueología de sí mismo: en su gigantesca producción laten códigos, formas y lenguajes que el pintor atesoró durante las décadas que ejerció la actividad artística y que fueron depositándose como sedimentos acumulados, siempre significativos y, lo que es más importante, donadores de significado a cada nuevo estrato. En virtud de este depósito de información, Picasso recurría a menudo a lo que él mismo había legado a la historia del arte (especialmente, claro, en su madurez), pero nunca dejó de atender a lo que pudo aprender de otros. Y si algo dejó constancia de su grandeza fue su determinación a la hora de señalar quiénes fueron sus maestros, a quiénes consideró tales y de quiénes se sentía deudor. Como hijo en lo que se refiere al arte, Picasso se empeñó en cumplir siempre con el cuarto mandamiento, lo que tenía en sí mucho de empresa descomunal dado que el malagueño bebió tanto de las vanguardias de su tiempo como de las estéticas clásicas grecorromanas, más todo lo que aconteció entre ambas. Esta disposición se ha traducido en el último medio siglo en cientos de exposiciones que han buscado y potenciado los vínculos paternofiliales de Picasso. Pero nunca en Málaga se había logrado con la solvencia de la muestra Once obras invitadas, que se inauguró ayer en el Museo Picasso, donde podrá verse hasta el 23 de febrero de 2014.

El proyecto es el tercero de los puestos en marcha para la celebración del décimo aniversario de la pinacoteca del Palacio de Buenavista. Y, de los tres, es el más cercano a la misma efeméride, que se celebrará a partir de esta tarde en el mismo museo con el programa Abierto 24 horas. Se trata, además, de una muestra temporal que se exhibe en la colección permanente del museo, donde se propone un diálogo entre sus fondos picassianos y once obras de otros tantos artistas que Picasso reconoció entre sus padres y maestros. Y la nómina es de órdago: Cézanne, Courbet, Degas, Gris, González, Ingres, Manet, Matisse, Renoir, Rodin y el taller de Fidias ejercen de invitados de postín para servir al visitante en bandeja la posibilidad de atestiguar cómo Picasso se inspiró en ellos; cómo, al fin, la experiencia de la observación y el análisis se convirtió para el genio en aprendizaje. De modo que quien acceda a partir de ahora y mientras se mantenga vigente la exposición a las once salas de la colección permanente (con una de las obras invitadas por cada sala) podrá ir mucho más allá de la mera admiración y ejercer de crítico. La posibilidad de adentrarse así en el asombroso conocimiento que procura la obra de Picasso es inestimable, gracias a las once obras prestadas por museos como el Centro Pompidou, el Museo Nacional de Arte Moderno, el Louvre, el Museo d'Orsay, el Museo de l'Orangerie y el Museo de Bellas Artes de París, entre otros.

Tal y como explicó ayer el director del Museo Picasso, José Lebrero (quien presentó la exposición junto al director general de Instituciones Museísticas, Acción Cultural y Promoción del Arte de la Consejería de Educación, Cultura y Deporte, Sebastián Rueda; y el delegado del Gobierno andaluz en Málaga, José Luis Rodríguez Espejo), las Once obras invitadas constituyen un discurso sobre una ciudad: París. Fue allí, "al sitio al que acudían todos quienes querían crecer como artistas", a donde marchó Picasso en su juventud; y fue allí donde los aprendizajes ahora detallados en la muestra acontecieron. En París fue donde Picasso se rindió ante el magisterio de Cézanne, donde compitió con Matisse en otro caudal de mutua influencia, donde forjó el cubismo junto a Gris pero lejos de Gris, donde adquirió la noción de forma de Julio González. Tanto es así, que la ilustración promocional de la muestra es una fotografía de la exposición que Picasso protagonizó en el Museo del Louvre en 1971, en la primera ocasión en que un artista vivo colgaba su obra en semejante templo; y, para echar más leña al fuego, el Museo Picasso añade desde hoy a su oferta un punto de información en su sala de lectura en el que, bajo el lema Los museos franceses: del Louvre al Centro Pompidou el ávido visitante puede encontrar todo lo que desee sobre la actividad presente de tales equipamientos.

En cuanto al contenido de la exposición, en la primera sala el diálogo se establece entre un retrato al óleo realizado por Degas de su hermana Marguerite (1858- 1860) y La mujer del artista de Picasso (1923), en un singular juego de miradas con similares alcances en la composición de los rostros (y las consecuentes expresiones del alma, tan hieráticas como reveladoras). En la segunda sala, un vaciado en yeso realizado en el siglo V a. C. en el taller de Fidias que recrea a Deméter, la diosa madre de los griegos, conversa con el cuadro Madre y niño (1921), cuya monumentalidad, la que Picasso imprimió a sus protagonistas, remite a las raíces mediterráneas grecolatinas. Auguste Rodin es el invitado de la tercera sala mediante una escultura en bronce, El hombre de la nariz rota (1865), que se encuentra de manera lúdica con el Picador de la nariz rota (1903) de Picasso. En la cuarta sala se produce uno de los diálogos más enriquecedores: el que sienta en la misma mesa a El tapete azul de Juan Gris (1925) y la Composición de Picasso (1920) junto a otras obras cubistas del malagueño, en un tête-à-tête que da cuentas de dos modos muy distintos de abordar el género pero al final convergentes en sus alcances (e igualmente hermosos).

En la sala quinta, Odalisca con bombachos rojos de Henri Matisse (1924-1925) parece contraponerse a Mujer con los brazos levantados (1936); sin embargo, por más que ambas figuras exhiban estados contradictorios, su composición resulta curiosamente singular (lo que sirve de acertada metáfora a la relación que Matisse y Picasso mantuvieron hasta la muerte del primero, entre la rivalidad y la admiración). En la sexta sala, las Tres bañistas de Cézanne (1874-1875), uno de los artistas a los que más veneró y estudió Picasso, comparten panel con la Bañista del malagueño (1971), en un juego que habría hecho las delicias del titular del museo. La sala séptima contiene otro de los diálogos más interesantes, esta vez entre dos esculturas: Hombre cactus II de Julio González (1936) y el bodegón de Picasso Jarrón con flores y plato de pasteles (1951), que comparten tanto la técnica de la soldadura de hierro como las diversas aproximaciones a la forma (también constatables en otros cuadros de Picasso de la colección, con representaciones humanas). No menos estimulante resulta el encuentro en la sala octava de Júpiter y Antíope de Ingres (1851) y Susana y los ancianos (1955), con un siglo de por medio de prolongación de la estética clasicista y romántica. En la sala novena, el invitado es Auguste Renoir a través de Busto de Coco (1908), en el que representa a su hijo mayor, y Retrato de Paulo con gorro blanco (1923). El gran Gustave Courbet planta en la décima sala un retrato de su hermana Zélie (1842) frente al conmovedor Retrato de mujer con cuello de piel (1922-1923), en el que Picasso inmortalizó a Olga Khokhlova con aura de divinidad. La tauromaquia brinda el colofón en la undécima sala con Corrida de toros (1865-1866) de un castizo Manet ante la Suerte de varas (1908) y otras obras de Picasso protagonizadas por animales.

Conviene subrayar que Picasso reivindicó a todos estos artistas, aun cuando ni sus compañeros de generación ni la misma Francia parecían dispuestos a hacerlo en algunos casos (el de Manet es proverbial en este sentido); y es que, de igual modo, tampoco le resultó sencillo a Picasso ser aceptado en el París de su tiempo. Como el malagueño, muchos de estos creadores invitados jugaban a adherirse al clasicismo o la vanguardia en dirección contraria a la pronunciación de su ambiente en cada momento. Todos, en mayor o menor medida, pusieron su coto a prueba y vendieron cara su libertad, pero eso se tradujo para algunos, y durante no pocos años, en olvido u ostracismo. El tiempo les dio al final la razón a todos, incluido a Picasso. Así que, en el fondo, estas Once obras invitadas también son constitutivas de eso que algún nostálgico llamó justicia poética.

Para estar a la altura de tan magno parlamento, el Museo Picasso ha editado a modo de catálogo un libro en edición bilingüe (español e inglés) que ofrece amplia y pedagógica información sobre las obras invitadas y sus creadores. Su pequeño formato, una verdadera delicia bibliográfica, se inspira en la décima edición de Les peintres cubistes: méditations esthétiques que Guillaume Apollinaire escribió en 1913 como ejercicio de defensa y promoción de los artistas de su época: otro centenario para otra celebración que, en esta ocasión, quedará en manos de quienes adquieran el volumen. El programa de visitas guiadas gratuitas que se celebrará cada martes, miércoles y sábado por la colección permanente y sus Once obras invitadas añade más motivos para ir a verla. Como si no hubiese ya bastantes.

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