Museo Carmen Thyssen

La raíz anclada en Oriente

  • El Museo Carmen Thyssen prepara su próxima muestra temporal, consagrada a la pintura orientalista del siglo XIX y a la soslayada aportación del arte español a la causa

‘Caballero de la guardia del sultán de Marruecos’ (1845), de Delacroix.

‘Caballero de la guardia del sultán de Marruecos’ (1845), de Delacroix. / Museo Carmen Thyssen

En 1832 escribió Eugène Delocroix en su Viaje a Marruecos y Andalucía: “[En Marruecos] se creería uno en Roma o Atenas quitado el aticismo; pero con las túnicas, las togas y mil y un accidentes de lo más antiguo [...] Esta gente no posee más que una manta que les sirve para cubrirse al andar, en la que duermen y son enterrados, y tienen el aire tan satisfecho como debía de estarlo Cicerón de su silla curul”. Animado por el mito, el auge de los grandes viajeros y cuanto daban de sí las campañas napoleónicas en el norte de África, el pintor francés decidió emprender su particular odisea por los mismos territorios y lo que encontró en ellos no fue otra cosa que el mundo clásico, intacto y certero. La intuición de Delacroix no iba muy desorientada: el pensamiento grecolatino había encontrado su particular hábitat en Oriente, primero en Bizancio y después en toda la expansión del mundo árabe;y con el pensamiento, un carácter, una cierta vitalidad mediterránea. Bien conocida es la preservación que los filósofos árabes hicieron del orden aristotélico durante la Edad Media hasta que Tomás de Aquino se atrevió a incorporarlo a su sistema teológico. En lo que se refiere a la historia del arte, mucho más allá del mito, el hallazgo de Delacroix (verdadero pionero al respecto) no tuvo un halo tan romántico como naturalista: no pocos pintores franceses se decidieron a cruzar también a este Oriente insospechado para atrapar sus paisajes, sus habitantes, sus tipos y sus costumbres con ambición a menudo documental. Así nació el orientalismo como doctrina estética, una corriente internacional que tuvo su eje en Francia y de la que España quedó relegada salvo por su propia condición paisajística y orientalista, con emblemas como la Alhambra. Ahora, sin embargo, el Museo Carmen Thyssen reivindica que la aportación de los pintores españoles al orientalismo no fue pequeña. Y lo hace con su nueva exposición temporal, Fantasía árabe. Pintura orientalista en España (1860-1900), que se inaugura el próximo 12 de octubre y podrá visitarse hasta el 1 de marzo de 2020.

"La hegemonía francesa es indiscutible, pero hay una pintura orientalista española por reivindicar", sostiene la directora artística del Museo Carmen Thyssen, Lourdes Moreno

‘Muchacha mora’ (c.1889), de Francesc Masriera. ‘Muchacha mora’ (c.1889), de Francesc Masriera.

‘Muchacha mora’ (c.1889), de Francesc Masriera. / Museo Carmen Thyssen

Apunta de hecho Lourdes Moreno, directora artística del Museo Carmen Thyssen, que el punto de partida de este proyecto es el Paisaje marroquí (1862) de Mariano Fortuny, pintor ampliamente representado en la colección del museo y que tendrá un protagonismo especial en la muestra. Fortuny fue enviado a Marruecos como cronista de guerra y, aunque de manera algo tardía respecto a los maestros franceses, aprovechó la ocasión para brindar su particular contribución a la pintura orientalista. “Entendimos que este cuadro entrañaba el principio de una investigación de la que esta exposición es resultado”, señala Moreno, quien añade: “La hegemonía francesa en el orientalismo es indiscutible, pero hay una pintura orientalista española que viene detrás y cuyo valor conviene reivindicar”. Cabe recordar que en el siglo XIX “España vivía todavía de espaldas a su pasado islámico, de manera que se entregó a la causa con la misma fascinación”; es decir, por mucho que Washington Irving ya hubiera pasado una noche en la Alhambra, los pintores españoles de esta época buscaron también en el norte de África la misma esencia y el mismo misterio que tenían en su casa. No obstante, poco a poco se dio este reconocimiento y “España llegó a convertirse ya en el XIX en un escenario dual: funcionaba a la vez como cuna de pintores orientalistas y como parte del mismo Oriente”.

En cualquier caso, el orientalismo español desarrolló algunas peculiaridades que lo distinguían de la matriz francesa. Lourdes Moreno explica al respecto que la campaña de Napoleón en Egipto coincide “con una preocupación en Francia por el fin de la civilización occidental y la búsqueda del exotismo, que cristalizaría sobre todo en Gauguin. Delacroix y todos los que le siguieron caen rendidos ante lo desconocido. Representan el harén de mujeres desnudas porque la sola posibilidad de que exista algo así es para ellos perturbadora. Fortuny, en cambio, ejerce una mirada más comprensiva, cómplice, incluso afectuosa. Pinta a los habitantes del norte de África como a iguales. Incluso él mismo llegó a vestirse con atuendos árabes en un ejercicio de inmersión. Y de alguna forma esta mirada es común entre los orientalistas españoles, también entre los que no fueron a África y se inspiraron en la obra de quienes sí habían viajado”. Otros pintores como Lameyer, Fabrés y Tapiró, además de una selección de fotografías y otros elementos, completan esta revisión de la pintura orientalista que devuelve al arte español del XIX su lugar en Europa.

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