Entrevista con Nazario

"Es hoy, y no en el franquismo, cuando más cabe hablar de autocensura"

  • La figura emblemática de la contracultura española presenta este martes en La Térmica la segunda entrega de sus memorias, ‘Sevilla y la Casita de las Pirañas’, en diálogo con Jordi Costa

Nazario Luque, en La Térmica, antes de la entrevista

Nazario Luque, en La Térmica, antes de la entrevista / Javier Albiñana (Málaga)

Pionero decisivo del cómic underground español a través de títulos como La Piraña Divina, San Reprimonio y las Pirañas, Anarcoma, Turandot, Plaza Real Safari y La Barcelona de los años 70 vista por Nazario y sus amigos, en los que retrató como nadie la Barcelona de los bajos fondos mientras abordaba de manera abierta y explícita la temática homosexual, con un éxito que, como en Anarcoma, le deparó la traducción de sus trabajos a varios idiomas; y pintor ampliamente coleccionado desde finales de los 80, con obras repartidas en galerías y museos como el Reina Sofía, Nazario (Castilleja del Campo, Sevilla, 1944) es también un escritor reconocido. En 2016 publicó en Anagrama la primera entrega de sus memorias, La vida cotidiana del dibujante underground, y recientemente ha aparecido la segunda, Sevilla y la Casita de las Pirañas, en la que evoca su despertar al flamenco, la drogas y las comunas de homosexuales como la que da título a su libro antes de su éxodo a Barcelona en los 70 para su consagración al cómic, de Sevilla a Torremolinos pasando por Morón de la Frontera. Este martes a las 20:00 presenta este volumen en diálogo con el periodista Jordi Costa en La Térmica.

Sevilla y la Casita de las Pirañas narra los acontecimientos previos a La vida cotidiana del dibujante underground. ¿A qué se debe este orden de publicación?

–A partir de 2008 pasé cuatro años escribiendo sobre mi vida desde mi infancia hasta los años 90, más o menos, todo de un tirón hasta terminar un tocho de mil páginas. Me puse a buscar a editor y Sergio Vila-Sanjuán me recomendó que fuera directamente a los mejores, a Herralde de Anagrama y a Cerezo de Tusquets, porque si me lo rechazaban ya tendría tiempo de buscar una alternativa. Les envié el manuscrito y los dos me felicitaron, pero me dijeron que el mamotreto era una burrada, que no se podía publicar así. Herralde me sugirió que lo fragmentara, que lo dividiera por épocas y se lo presentara después. Lo rehice todo, se lo llevé y aceptó publicarlo pero empezando por la historia del dibujante underground en Barcelona, porque era una parte más conocida, la de los años 70, con Mariscal, Barceló y toda aquella gente, y que dependiendo de cómo fuera ya veríamos cómo lo hacíamos con las siguientes entregas. Para sorpresa de Herralde y mía, fue todo un éxito. Así que después me dio luz verde para La Casita de las Pirañas.

–¿Sin Morón de la Frontera, el guitarrista Diego del Gastor y los americanos de la base no habría hoy dibujante underground?

–Sí, a la vez estaban los Smash en Sevilla, y la música que ponía Joaquín Salvador en Nata y Fresa, con discos que le facilitaban los americanos de la base. Yo fui a Morón a trabajar de maestro y para entonces todos sabían quién era Diego del Gastor. Con él y con los americanos de allí, no los de la base, sino los hippies, descubrí a la vez el mundo del flamenco y el rock. Me compré una guitarra y Diego del Gastor me enseñó algunas falsetas. Me tiré allí unos ocho años en los que, básicamente, hice lo que me dio la gana. Empecé a fumar marihuana, iba un par de veces al año a Tetuán con un amigo, aunque la primera vez que fumé le compré el porro ya preparado a un legionario en la Alameda. Lo de fumar una pipa y tocar la guitarra me parecía lo más cercano a Jimi Hendrix. Pero ya a finales de los sesenta me planteé dibujar en serio e irme a Barcelona.

"Cuando llegué a Torremolinos yo era un homosexual de cines casi sin salir del armario. Fue una revelación"

–Antes conoció Torremolinos.

–Cuando empecé a trabajar de maestro y gané dinero vine a Málaga a pasar una Nochevieja, y al día siguiente, dando vueltas sin nada que hacer, me subí a un autobús que iba a Torremolinos sin tener mucha idea de a dónde iba. Allí descubrí la homosexualidad, pero la de verdad, con bares donde los hombres se abrazaban abiertamente. Para mí, que por entonces era un homosexual de cines que no había terminado de salir del armario, aquello significó una revelación tremenda. Me ligué a un tío y nos fuimos a la cama, así que a partir de entonces siempre tuve a Torremolinos muy presente. Cuando fui a hacer la milicia universitaria a Montejaque, me escapaba los fines de semana.

–¿Hasta qué punto constituía Torremolinos una anomalía en aquella España de los 60?

–Era una permisividad muy extraña. Hoy se habla poco de la ley de peligrosidad social, pero guardo, por ejemplo, una portada de la revista Por qué? publicada allá por el 61 en la que aparecen unos hombre travestidos con la cara tapada y un titular que dice: “Aquí donde los tienen, son hombres”. Resultó que la foto se había tomado en una redada en Sitges. Y mientras eso pasaba, en Torremolinos el grado de permisividad era muy alto. Algunos años más tarde, mientras Ocaña y yo nos paseábamos disfrazados por la Rambla, seguía habiendo redadas y metían a gente en la cárcel. Era muy paradójico, por una parte se respiraba libertad y por otra represión. Torremolinos era lo más parecido a Ibiza, desde luego, con su tono cosmopolita.

–¿Y Sevilla? En su libro habla de la ciudad con mucho cariño, pero ¿por qué no terminó de encontrar allí lo que necesitaba?

–Empecé a dar clases por la noche, en una campaña de alfabetización. Eso me permitía hacer lo que quisiera por la mañana. No quería retirarme mucho de Sevilla, así que me matriculé en Filosofía y Letras, pero fui a la Universidad de manera muy libre; sólo asistía a las clases que me interesaban, aunque allí pude conocer a mucha gente atípica. Había círculos de artistas en los que los homosexuales nos reuníamos para hablar de nuestras cosas y escuchar nuestra música, a la Bárbara, o a la Mina, y algunas cosas más raras. Pero en la Sevilla homosexual de entonces, como en casi cualquier ciudad de provincias, teníamos que hablar en argot para que el señor que pudiera estar sentado al lado en una cafetería no nos entendiera.

–Más allá de su dedicación al cómic, ¿qué razones reales hubo en su traslado a Barcelona?

–No me lié la manta a la cabeza ni nada de eso. Soy muy pragmático. De hecho, me fui con mi puesto de maestro. Pedí el traslado y, como tenía puntos, me lo dieron. Llegué con mis quince o veinte páginas dibujadas en una mano y la guitarra en la otra. El año anterior había estado en Inglaterra con un novio noruego. Pasamos tres meses en Glasgow, donde él estudiaba literatura latinoamericana, y después fui también a Londres, donde vivía un amigo valenciano al que había conocido en el barco de camino a Inglaterra. Fue en Londres, por cierto, donde me detuvieron, en un meadero. Fue un shock porque nunca me había pasado algo así en España y mi idea era que Inglaterra era el país de la libertad, pero lo cierto es que había una represión contra los homosexuales brutal. Me enjuiciaron por escándalo público y pagué una multa de diez libras. Más tarde me detuvieron en España con Ocaña, claro, pero por otros motivos. El año siguiente me fui a Barcelona, donde vivía aquel chico valenciano que conocía a Mariscal. Nos presentó y le enseñé mis dibujos. Ahí empezó mi historia con el underground.

El artista, en un pasillo del viejo Centro Cívico. El artista, en un pasillo del viejo Centro Cívico.

El artista, en un pasillo del viejo Centro Cívico. / Javier Albiñana (Málaga)

–¿Qué censura era más difícil de lidiar entonces: la oficial, la cultural o la autocensura?

–Nunca tuve en cuenta la censura, ni la autocensura. Todo lo que se me ocurría, lo dibujaba. Sabiendo, eso sí, lo que podía publicar y lo que no. Publiqué mis primeras viñetas en el 72 en Francia, en francés, porque aquí no había manera. Luego había otras historias menos transgresoras, como la de Purita, un personaje con el que quise echar una mano a las amigas que luchaban entonces por zafarse de la autoridad de sus padres y sus maridos pero que no llegaba a ser censurable. No era tan transgresora como San Reprimonio, el santo que prefiere cortarse la polla de un tajo antes que caer en las garras del diablo. Con aquel cómic quise explicar la represión que sufríamos los homosexuales por parte de nuestras familias y de la sociedad en general, que prefiere vernos castrados antes que libres. Evidentemente, esta historia no la podía publicar en España, así que primero la publiqué en París. Después, en el 75, hice una publicación clandestina en España que fue perseguida, claro, y ya en el 78 lo publiqué con normalidad y sólo se le metió la tijera al prólogo de Terenci Moix, porque contaba algo de unas pajas. Transcurrieron sólo tres años, pero es que en ese periodo tan breve hubo una normalización muy extendida del erotismo y la sexualidad. San Reprimonio y las Pirañas está hoy en el Museo Reina Sofía. Pero nunca, en ningún momento he dejado de hacer nada por la censura.

–¿Le gusta el sello underground?

–Lo de underground me recuerda al marido de un vecino, que decía que no era maricón sino gay. Igual creía que ser maricón era peor que ser gay, que debía sonarle más fino. Yo reivindico la palabra maricón, no como insulto, sino porque eso es lo que soy. Me parece mucho más aberrante llamar a alguien persona de color que negro. Todo depende de la intención con la que utilices las palabras. Si utilizas cualquier palabra para hacer daño, haces daño.

–¿Qué hay, entonces, de la corrección política como censura?

–Cada vez que hablo en un acto de mi libro Alí Babá y los 40 maricones hay alguien que ríe de manera maliciosa, como si estuviera insultando a alguien. Pero las palabras son hoy en día enjuiciadas, constantemente. Si hablas de toros, de mujeres o prácticamente cualquier cosa, sale alguien a sacar punta a los que estás diciendo. Es como los independentistas: tienes que ir con pies de plomo para no ofender a nadie, y aún así hay siempre alguien que se siente ofendido, digas lo que digas. Al final, lo que consiguen entre todos es que te calles. Es hoy, y no en el franquismo, cuando más cabe hablar de autocensura. Siempre hay quien coge los rábanos por las hojas.

–¿Ha terminado de asfixiar el nacionalismo aquella Barcelona libre en la que usted vivió?

–Eso viene de Jordi Pujol y de Convergencia i Unió, de esa derecha gris que se llevó por delante la Barcelona anarquista que cundió tras la muerte de Franco y que fue un modelo cultural para mucha gente, dentro y fuera de España. A mediados de los 80, a cuenta de las Olimpiadas, se empezó a gestar una falsa modernidad impostada que arrasó con todo lo demás, incluido aquel viejo glamour de la Barcelona de fachadas hermosas. Por entonces entró la especulación salvaje y se empezó a expulsar a los vecinos. Esta basura trajo aquella otra basura mayor. No te hablo a nivel político, no tiene que ver tanto con el nacionalismo sino con la destrucción de los rasgos propios de la cultura de cada sitio a favor de una cultura artificial, de mentira. Es un fenómeno que se ha dado en otras muchas ciudades. Y por eso es un problema más grave que el independentismo: por donde el turismo pasa, no vuelve a crecer la hierba.

–En Málaga sabemos de eso.

–Claro. Es evidente que tiene que haber una Málaga cultural más allá de los museos. Es verdad que el Pompidou y el Picasso son marcas de referencia hoy día, pero debajo de eso lo que tenemos es una Málaga sin chicha ni limoná. Lo mismo pasa en Córdoba, y en Sevilla. Una verdadera pena.

–Aquella contracultura despierta hoy mucho interés. ¿Es nostalgia, o tal vez mala conciencia?

–Imagino que aquella creatividad, aquella forma de vivir, de vestirse y de conducirse llama la atención a mucha gente. El año pasado, cuando vine a La Térmica al festival de Cultura Basura, me impresionó ver a tanta gente joven luchando por hacer cosas a su manera, más o menos extravagantes, sin seguir modelos establecidos, a su manera. Eso me recuerda mucho a lo que hacíamos, reivindicar el cuerpo y el estilo, un ser diferente, distinto de la hegemonía. No es nostalgia, sino un renacimiento. Piensa que, en realidad, la cultura entraña siempre un conocimiento de lo antiguo. Para hacer cine necesitas haber visto mucho cine. Y si hablamos de contracultura, hablamos de cultura.

–¿Qué opina del éxito? ¿Alguna vez ha temido que pudiera condicionarle más de lo debido?

–A veces, lo que han parecido éxitos han sido fracasos. Mido el éxito por mí mismo, por la calidad que puedo alcanzar. Lo que pasa es que cuando llegas a cierto nivel y comprendes que no hay más allá, al menos en mi caso, cortas para hacer otra cosa. Cuando hice Turandot comprendí que era muy difícil ir más allá, hacer algo distinto dentro del cómic. Por eso, a principios de los ochenta, accedí a pintar cuadros para galerías, algo que había rechazado siempre porque, como artista pop, lo que yo quería era llegar a la mayor cantidad de gente posible, y para eso el cómic era un medio ideal. Pero me puse a pintar, y seguí pintando hasta 2008. Entonces, cuando empezaba a buscar un registro distinto de lo que venía haciendo, para disgusto de quienes pretendían que siguiera con mis bodegones y mis ramos de flores, vino la crisis y cerraron numerosas galerías con las que trabajaba en Madrid y Barcelona. Así que me puse a escribir y a hacer fotos. Y en ello sigo.

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