Cultura

Tiempo de amar, tiempo de morir

  • Se conmemora el primer centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial 'Adiós a las armas' está basada en las experiencias de Hemingway en el frente

En este año recién estrenado se conmemorará una efeméride ingrata, el centenario del estallido de la I Guerra Mundial, una contienda de alcance global y letal como jamás se había visto antes, y que ha generado una vasta filmografía y una bibliografía inabarcable. A los estantes de nuestras librerías están llegando algunos famosos libros escritos al socaire de la Gran Guerra; entre ellos destaca (yo destaco) Adiós a las armas (Lumen), una notable novela, inspiradora a su vez de un par de películas, que empleó las maderas nobles de la experiencia personal en su andamiaje dramático. Ernest Hemingway, a quien siempre le gustó el fragor de la batalla, se alistó como voluntario en la Cruz Roja italiana en abril de 1918. Lo destinaron al frente austríaco como conductor de ambulancias. No debía entrar en combate, sino transportar heridos, pero la guerra estaba ahí, en todas partes. El 8 de julio de 1918, un obús explotó muy cerca de donde se hallaban estacionados.

En Hemingway. Homenaje a una vida (Lumen), Boris Vejdovsky explica que "le sacaron de la pierna doscientos trozos de metralla (doscientos veintisiete, según él). Guardó alguno en un pequeño portamonedas que siempre llevó consigo". De regreso a los Estados Unidos, el joven Hemingway rentabilizó esta experiencia, aliñándola al gusto de la audiencia, exagerándola, cuando no mintiendo lisa y llanamente. Decía haber luchado en la resistencia, sigue contándonos Vejdovsky, y que "le habían herido en un fuego cruzado de ametralladora y [que] habían tenido que sacarle del cuerpo, sin anestesia, veintiocho balas". La fama de matasiete del autor norteamericano está bastante contrastada para intentar justificarlo, pero afortunadamente dejaba la fanfarronería para la barra de las tabernas o las charlas con los amigotes, para seducir a las chicas o impresionar a sus madres. Ante la página en blanco, el escritor amordazaba al bocazas y abrazaba la causa de la mesura, la sencillez, la intensidad. Todo ello deviene esencial en Adiós a las armas, una historia que apela a emociones sin claroscuros, absolutas.

Después de ser herido, Ernest Hemingway fue enviado a un hospital de Milán. Allí conoció a la enfermera Agnes von Kurowsky, algo mayor que él, con la que vivió un breve idilio; para ella probablemente no fuera más que una aventura, pues no tardó en dejarlo por un oficial italiano... De repente, el joven escritor tenía a disposición un material novelesco no demasiado novedoso, pero capaz de tocar la fibra sensible del lector. La ficción le serviría además para poner un broche feliz a ese romance truncado.

En la novela, el joven teniente Frederick Henry no tiene claro qué hace allí: estaba en Italia y se ha enrolado en el ejército italiano. Su posición política es más intuitiva que reflexiva. Ella se llama Catherine Barkley. La mujer se alistó como enfermera para estar cerca de su prometido, también soldado, y la guerra la ha dejado viuda antes siquiera de pasar por el altar. El lector comprende que está proyectando el recuerdo del amado muerto en el joven herido. Éste, en cambio, se deja llevar por la atracción física antes de percatarse que está dominado por un sentimiento, cuasi religioso, que lo domina: "Dios sabe que no había querido enamorarme de ella. No había querido enamorarme de nadie, pero Dios sabe que lo había hecho". Frederick desertará del ejército y huirá con Catherine a Suiza, lejos de tanto inútil derramamiento de sangre.

Hemingway idealizó la historia de amor, no así el conflicto bélico. A través de sus propias vivencias y de las conversaciones con otros compañeros, el protagonista hace una descripción veraz de cómo se vive y se muere en el campo de batalla. Se vive instalado en el miedo a que el siguiente seas tú; se teme, según confiesa un personaje en cierto momento, que la situación se prolongue indefinidamente; se teme incluso que la guerra no termine nunca. Las heridas autoinfligidas son habituales: el teniente Henry sube a sus ambulancia a un soldado herniado que se ha quitado el braguero a fin de que la hernia empeore y le den de baja. Las represalias ante los actos de cobardía son brutales: un sargento dispara contra dos de sus soldados por negarse a salir de la trinchera y luchar; en un regimiento que se negó a entrar en combate, uno de cada diez hombres es fusilado... Esta circunstancia explicaría la sublimación de Hemingway de un simple escarceo amoroso: en la guerra, el amor hace sentirse vivas a personas que pueden morir en cualquier momento.

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