Andanzas y entremeses de Juan Rana | Crítica

A la pata de un jumento

El susodicho Juan Rana, en todo su esplendor, en la obra de Ron Lalá.

El susodicho Juan Rana, en todo su esplendor, en la obra de Ron Lalá. / David Ruiz

Sí, ya ven. Lo han vuelto a hacer. Durante la función de las Andanzas y entremeses de Juan Rana de Ron Lalá en el Centro Cultural MVA pensaba en esa gente que dice a boca llena que no le gusta el teatro. No los que no van nunca ni saben en qué consiste, sino en esa cierta élite intelectual, de pose esmerada y grave ante la cámara, que dice que no va al teatro porque le da vergüenza, o porque les perturba el trabajo de los actores. Pensaba, más aún, en el desprestigio al que esa misma élite literaria, artística y conceptual ha condenado al teatro por ser de baja estofa, mindunderío para plebeyos y gentes de gusto poco refinado. Y lo pensaba porque si algo nos aclara Juan Rana es que esa élite ha existido desde siempre: los que antaño vestían el hábito del inquisidor lucen hoy las galas del prestigio intelectual. Sería interesante llevar a alguno de estos impolutos letrados a una función de estas Andanzas y conminarle después, venga, diga ahora si tiene redaños que no le gusta el teatro. Pero otra cosa que nos enseña Juan Rana es que el oficio de los cómicos es un espejo, de modo que es normal que las élites prefieran evitar el teatro porque sólo se ven a sí mismos, y no precisamente bien parados. Sí, lo han vuelto a hacer: Ron Lalá ha recogido el espíritu más vivo del Siglo de Oro y lo ha devuelto intacto, brillante y rematadamente divertido. La diferencia, tal vez, es que aquí el Siglo de Oro viene más cargado de intenciones, lanzado como un dardo al corazón del presente para denunciar el sacrificio de la libertad de expresión a mayor gloria de los bien pensantes. Y funciona como un cañón.

Ron Lalá revisa la presencia transversal del cómico, vividor, alcalde y burlón Juan Rana en el repertorio del Siglo de Oro, ya sea en jácaras y entremeses, anónimos algunos, otros al filo de la pluma de Agustín Moreto o Calderón (en una espectacular puesta en escena de El toreador). Cinco actores, cantantes, músicos, bailarines y lo que usted quiera rinden homenaje así a los cómicos: Juan Rana es sometido a juicio inquisitorial por su manía de hacer reír a todo el mundo y la sentencia deja claro, por si no lo sabíamos, que todo lo que no mueva a risa es harto sospechoso de ser un fraude. Todo esto se sirve en una fiesta descomunal llena de ritmo, humor y carnaval hasta la mojiganga final, pero entre chanza y chanza, en virtud del mejor espíritu barroco, Juan Rana denuncia también, en voz bien alta, la exclusión del diferente, el exilio a los caminos de moros y gitanos, el escrúpulo que conduce al infierno al disidente, al que piensa distinto, al que se sale de la tribu: y cuando un inquisidor del XVII sueña con un mundo parecido tan al nuestro, al del XXI, es que algo no ha terminado de funcionar del todo bien. Al final salimos todos cantando “Quién es Cosme Pérez / Juan Rana quién es / el rey de la gracia / el alma del entremés”, conquistados, rendidos, con ganas de más. Contra el escrúpulo, vivan los cómicos y viva el teatro.

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