El año que descubrí Chaouen
A 100 kilómetros de Ceuta, es una ciudad azul, que parece surgir de un sueño atemporal, encajada en un valle dominado por dos picos gemelos que recuerdan a cuernos vigilantes
Qué me pasa
Los atardeceres otoñales de la bahía malagueña son realmente espectaculares. El azul del cielo se tiñe de una multitud de tonos rojizos y anaranjados que, a su vez, tienen su correspondiente reflejo en el más intenso azul del mar que, a lo lejos, parece que se unen, como diría el bolero que cantaba el Trio Los panchos. Nada, en esa entrada a la más suave y cálida noche, en la que la brisa marina te acaricia, como degustar un espeto de sardinitas, popularmente llamadas “manolitas” (sin que nadie sepa por qué), con una fresquita y espumosa cerveza Victoria (“malagueña y exquisita”).
En eso nos hallábamos Lucio y yo, en el “Chipirón colorao” que, como es sabido, es el bar que regenta nuestro querido Rafael, el viejo pescador que dejó de tirar el copo para servir copas, en tanto que Lucio recordaba aquél año de su vida, en el que cumplió su primera década: Aprobar el ingreso en el bachillerato elemental fue un paso importante para mí. Aquel verano mis padres me dieron más libertad para salir y moverme con mis amigos dentro del horario permitido, especialmente por la noche que me pusieron el límite en las 11. También estuve todo el verano yendo a la playa solo con mis amigos. Solíamos ir a la Térmica, pasada las playas de la Misericordia. A veces, temerariamente, íbamos subidos en los topes del tranvía, que parábamos a voluntad para bajarnos tirando del cable del trole para desconectar el fluido eléctrico. Ni que decir tiene que, si nos pillaba el cobrador, que llevaba un uniforme azul con gorra de plato, nos la cargábamos. En aquella época todo aquel que llevara un uniforme, fuese cual fuese, era “la autoridad” y se le tenía un respetuoso miedo. Pero era emocionante.
No dejo de pensar ̶ continuó Lucio con sus recuerdos ̶ cómo han cambiado las cosas. Pasábamos el día en la playa y solo nos llevábamos un limón y una navaja para comer. En la arena bañada por las moribundas olas, cuando regresaban al mar, metíamos las manos en la arena y sacábamos almejas y coquinas; en las rocas del espigón de la Térmica, en cuyo final había una especie de piscina que no era más que el depósito, conectado con el mar, de agua de donde se surtía la fábrica, con la navaja conseguíamos despegar de las rocas algunas lapas y en las rocas de la citada piscina recogíamos erizos, pues los había por cientos en ellas. Pues todo ello crudo y aderezado con limón era la comida que hacíamos.
Ese verano mis padres decidieron llevarme con ellos de nuevo a Marruecos. La decisión fue con el beneplácito de mi madre, porque a mi padre el curso anterior le habían dado plaza de maestro en Chaouen que era una ciudad “civilizada” según ella, no una kábila como Telata Beni Ahmed. Además allí, en Xauen, como le llamaban los españoles, podía cursar el bachillerato elemental, cuyas clases eran impartidas, de acuerdo con los programas del Instituto de Ceuta, por los maestros nacionales, en tanto que los exámenes corrían a cargo de los catedráticos ceutís.
Te puedes imaginar ̶ me decía Lucio ̶ la emoción que yo sentía por ir de nuevo a Marruecos y a un lugar desconocido, mi imaginación me llevó de nuevo a mi alter ego. El Capitán Trueno vuelve a descubrir lugares insólitos. Cuán mayor fue mi sorpresa al conocer una de las ciudades más bonitas, entrañables, encantadoras que se pueden encontrar en el entorno del mediterráneo. Tan solo la llegada a la ciudad ya hace saltar la imaginación. Me recibió un letrero que decía: “Xauen, la ciudad santa y misteriosa”. Pero antes de contar los entrañables recuerdos de mi vida en Chaouen (Xauen o Chauen es su nombre españolizado, aunque con el tiempo desapareció el topónimo con “X”), te voy a describir la ciudad tal como la recuerdo y conozco por mis lecturas y estudios ̶ me dijo Lucio ̶ .
Chauen dista unos 100 kilómetros de Ceuta, pasando por Tetuán, escondida entre las quebradas montañas del Rif. Es una ciudad azul, que parece surgir de un sueño atemporal, encajada en un valle dominado por dos picos gemelos que recuerdan a cuernos vigilantes, lo que explica tanto su nombre como su historia: “Ech-Chaouen”, (en bereber “mira los cuernos”), un gesto poético nacido de la geografía. Desde esta posición estratégica, elevada y difícil de alcanzar, se escribe uno de los relatos urbanos más singulares del norte de Marruecos.
La ciudad fue fundada en 1471 por Mulay Ali ben Rashid, en un momento en que las incursiones portuguesas amenazaban la costa norte marroquí. Nació como una kasbah (ciudadela) fortificada con murallas de piedra rojiza y un asentamiento militar que dominaba los pasos de montaña. Con la caída de Granada y la expulsión de musulmanes y judíos de la península ibérica, oleadas de familias andalusíes cruzaron el Estrecho y hallaron refugio en esta fortaleza remota. Llegaron con su lengua, su arte, su artesanía y esa sensibilidad urbana que hacía de cada casa un jardín interior. Así comenzó la transformación de aquella plaza militar en una ciudad viva, de callejuelas serpenteantes y patios perfumados, que aún hoy conserva un aire inconfundible de aldea mediterránea encaramada a la montaña.
La medina de Chefchaouen, protegida y aislada del exterior por sus murallas durante siglos, despliega un urbanismo íntimo, propio de los refugios: callejones tan estrechos que parecen abrazar al viajero, escaleras que trepan sin aviso, fachadas pintadas en blanco y, sobre todo, en diferentes tonos de azul que han hecho célebre la ciudad. Un azul controvertido. Cuentan algunos que lo introdujo la comunidad judía, que se asentó tras su expulsión de España, como símbolo espiritual del cielo y de la protección divina. Otros habitantes, más prosaicos, insisten en su utilidad práctica para mantener alejados a los mosquitos. Sea cual sea la razón, caminar por la medina es sentir cómo la luz se refleja en esas paredes celestes creando una atmósfera casi etérea.
En el corazón del casco antiguo, la antigua kasbah mantiene su presencia imponente: un conjunto de muros rojizos, jardines silenciosos y torres desde donde se vigilaba el valle. Junto a ella se alza la Gran Mezquita con su característico minarete octogonal, huella indudable del pasado andalusí. Más allá del recinto amurallado, la ciudad se expandió lentamente hacia extramuros, formando barrios que acogieron mercados, fondas, pequeñas industrias y, más tarde, instalaciones levantadas durante el Protectorado español.
Cuando España entró en Chaouen en 1920, rompió el aislamiento secular de una ciudad que durante siglos prohibió la entrada a cristianos. Aquel periodo trajo nuevos edificios, cuarteles, zonas militares y una administración moderna que coexistió, no sin fricciones, con la vida tradicional de la medina. Fue testigo de duros episodios durante la Guerra del Rif; sin embargo siempre mantuvo un estrecho vínculo con España, especialmente con Andalucía, palpable aún hoy en el idioma, en la música y en ciertas costumbres locales. Y te puedo decir ̶ querido Juan ̶ que la relación de Chauen con España continúa siendo un puente afectivo. No sólo por la historia compartida del Protectorado, sino por la memoria andalusí, por las familias descendientes de refugiados, por el idioma ̶ que se escucha con naturalidad en la calle ̶ y por un intercambio cultural que sobrevive más allá de la política. También la presencia histórica de la comunidad judía, aunque hoy reducida, dejó una impronta imborrable en la identidad de la ciudad, visible tanto en su arquitectura azul como en su sensibilidad espiritual. Pero tengo mucho de qué hablarte de Chauen. Acabemos con el sabroso pescaito que Rafael nos ofrece y el próximo día volvemos a hablar de la kasbah donde se refugiaron los duendes expulsados de Granada.
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