Qué me pasa

El Jardín de los Monos

Lucio volvió a las viviendas protegidas de Haza de Cuevas y, entre sus recuerdos, vino a traer a colación la casa de baños públicos que estaba frente por frente a la vivienda de sus abuelos donde vivía

‘Lawfare’ a la carta

Málaga Cinema
Málaga Cinema / M. H.

Repasando las notas que había ido recopilando sobre los recuerdos que Lucio me había contado, encontré aquellas que correspondían al tiempo que pasó en Málaga viviendo con sus abuelos paternos. Llegado el mes de septiembre, sus padres con su hermano menor −según me dijo−volvieron a Marruecos, a la kábila de Telata Beni Ahmed. Fueron unos años de cambios importantes en su entorno y en su propia vida.

Lucio volvió a las viviendas protegidas de Haza de Cuevas y, entre sus recuerdos, vino a traer a colación la casa de baños públicos que estaba frente por frente a la vivienda de sus abuelos donde vivía. La casa de baños −contaba Lucio− que tuvo la función de servir a los vecinos para su aseo al carecer las viviendas de un cuarto de baño completo, estaba ya arruinada. Ruina provocada por el abandono, ya que los vecinos habían reformado el pequeño aseo original para convertirlo en un baño con ducha o bañera. Entre la ruinosa casa de baños y el bloque de los maestros había una explanada, para nosotros un solar perfecto para jugar al futbol. Un vecino de mi portal que estaba jubilado, se dedicó a plantar un jardín que llegó a ocuparla casi entera. Años después el Ayuntamiento se haría cargo de ella, eliminó las ruinas y urbanizó para dejar una espléndida plaza ajardinada.

En esa época mis incursiones al centro de Málaga eran muy frecuentes. Vi como cambiaba la Plaza de la Marina. Lo que era una explanada se convirtió en una plaza ajardinada con una fuente iluminada con luces de colores. Aún permanece, aunque sin colores. En ella lucían dos esculturas en bronce, de Pimentel, que fueron iconos de Málaga: el biznaguero y el cenachero. También vi como a la vez se construyó la Equitativa, a la que la gente le llamaba el rascacielos de Málaga y que, por su remate en un pararrayos con tres ovoides de tamaño decreciente, acabó popularmente bautizada como la “gallina papanatas”, (ha puesto un huevo, ha puesto dos, ha puesto tres). Según he entendido siempre, la Equitativa se hizo en el solar de lo que fuera la “casa Larios”. El frente de la plaza se conformó con tres bloques, promocionados por la Caja de Ahorros de Ronda. Fueron construidos sobre el solar resultante de la demolición de la que fuera la casa de la familia Pérez del Pulgar, llamada “la casa del avión”.

Fueron éstos, tiempos de cambios. Cuando desaparecieron las chabolas del Arroyo del Cuarto, en unos años se construyó el barrio de Carranque. Esa finca yo la conocí bien porque de niño, los fines de semana (que entonces no eran más que el sábado por la tarde y el domingo) solíamos ir a ella a comer al campo (de picnic, diríamos hoy). Cuando estaban las chabolas atravesábamos por el centro de transformación de Hidroelectrica del Chorro conocido como “La Secundaria”. El guarda era amigo y nos dejaba pasar. Después se iba a Carranque atravesando el arroyo.

Solía, de vez en cuando, ir al centro acompañando a mi abuela. Verás, −se quedó pensativo Lucio, como buscando los términos adecuados− al abuelo, que era un hombre muy ahorrativo, aunque espléndido con su esposa y familia, no le gustaba salir, prefería quedarse en casa leyendo, sin embargo, la abuela estaba dispuesta todos los días a pasear por el centro, o a ir al cine. Así que a mi me tocaba acompañarla. El recorrido siempre era el mismo. Frente al Cayri Cinema cogíamos el autobús que nos dejaba en Puerta del Mar. De allí íbamos hasta la Plaza de Uncibay, comprábamos algunos pasteles y merendábamos en el café de “Doña Mariquita”. Luego, si teníamos tiempo, íbamos al Málaga Cinema o al cine Goya, en la misma plaza, o bien podíamos ir cines como el Echegaray, el Albéniz, el Victoria o al cine Alcázar, donde vi la película más exitosa y la que más representó, superando sus propios cánones, al nacional-catolicismo del franquismo: “Marcelino pan y vino”, basada en la novela homónima de José María Sánchez Silva.

Acompañar a la abuela era un suplicio para mí, sobre todo porque ella padecía de mala circulación sanguínea y tenía que pararse, cada tres o cuatro escaparates, para frotarse las piernas. La verdad es que la pobre me recompensaba generosamente el sacrificio comprándome todos los tebeos que se me antojaban. Por eso mi mayor placer era, antes de coger el autobús de vuelta, entrar en el portal del palacio que rehabilitó EDIPSA en Puerta del Mar, donde estaba el mayor y mejor kiosko de Málaga.

Eran tiempos de cambio. Una época en la que comenzó el desarrollismo con una construcción desaforada de viviendas, se acabó la autarquía, comenzaron las calles a llenarse de autos, básicamente de Biscúter, Seat 600, Renault 4/4 o Simca 1000. A mi me tocó examinarme de ingreso en el bachillerato elemental. Fue en el único instituto que había en Málaga capital, el Vicente Espinel de calle Gaona. Mis amigos seguían siendo los mismos y además Julián y su familia habían vuelto de Barcelona. Seguía acudiendo a la Congregación de Ernesto Wilson, pero fui perdiendo el fervor religioso para comenzar a descubrir un mundo que cada vez me atraía más. Comencé a mirar a las niñas, que ya no eran tan niñas, de una forma diferente.

Lucio, llegado a este punto, sacó a relucir su filosofía y su erudición para explicarme el contexto en el que comenzó a dejar atrás la niñez para entrar en la adolescencia: Durante el franquismo se instauró un modelo educativo fuertemente influido por la Iglesia católica. El nacional-catolicismo subordinó la educación a valores morales y religiosos tradicionales, especialmente en lo referente a la familia, la sexualidad y los roles de género. Muchos niños y niñas atravesaron la pubertad sin entender lo que ocurría en su cuerpo. El silencio impuesto sobre la sexualidad convirtió los cambios físicos −menstruación, crecimiento, deseo, eyaculación− en experiencias vividas con desconcierto, vergüenza o miedo. Al no recibir explicaciones claras ni en la escuela ni en la familia, los adolescentes aprendieron a interpretar su propio cuerpo como algo problemático o pecaminoso. Esta falta de conocimiento no solo dificultó una vivencia saludable de la pubertad, sino que también creó una distancia emocional con el propio cuerpo, que fue visto con recelo en lugar de con curiosidad o aceptación. En definitiva, el desconocimiento no protegió la inocencia: la llenó de inseguridad. En consecuencia −siguió diciéndome Lucio− un buen día, en el que tuve un flirteo, siempre correspondido, conmigo mismo, me llevé un susto de muerte ante la presencia de una desconocida materia espumosa blanca y pegajosa. ¡Dios! ¿Qué me pasa? ¿Cómo decirle a mi abuelo lo que me estaba pasando? Fueron mis amigos, algunos algo mayores que yo, los que me explicaron que mi cuerpo había sufrido un cambio, que había dejado atrás la niñez y ya era un hombre. Es curioso porque años después me pasó algo parecido. Cuando ingresé en las milicias universitarias (Instrucción Premilitar Superior), convirtiéndome en soldado o en un Cadete Aspirante a Oficial de Complemento, mi tío, delante de mi abuelo, que murió unas semanas después, me dio un cigarro, diciéndome de esta forma que ya me había convertido en un adulto.

Entre los cambios que me fueron transformando, uno muy importante fue el de las preferencias lectoras. Poco a poco fui dejando los tebeos y los fui sustituyendo por los libros de la biblioteca de mi abuelo. Tenía una buena colección de libros populares. Publicaciones semanales como “La Farsa”, “Los contemporáneos” o la “Novela teatral” me llevó a enfrascarme en el teatro de Muñoz Seca, Arniches, Poncela o Paso, y me divertí lo indecible con las astracanadas de Muñoz Seca y Pedro Pérez Fernández o con el humor del gran Jardiel Poncela. Devoré las novelas de Salgar y de Julio Verne. Disfruté con Richmal Crompton y su Guillermo “el travieso”, con Marc Twain y “Las aventuras de Tom Sawyer”, o con “Oliver Twist” y “David Copperfield” de Charles Dickens; aunque nunca abandoné a los clásicos españoles, cuya afición me había sido inculcada por mi abuelo desde pequeño

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