Cultura

La construcción del mundo

  • Mañana se celebran los 150 años del aniversario del nacimiento de Gustav Mahler, compositor y director de orquesta fundamental en el desarrollo de la música sinfónica durante el siglo pasado

Aunque disponía de un coche con chófer a su servicio a cualquier hora, Gustav Mahler (Kalište, actual República Checa, 1860-Viena, 1911) prefería el Metro para desplazarse por Nueva York y acudir a los ensayos y conciertos mientras fue director del Metropolitan Opera House primero y de la Orquesta Filarmónica de la ciudad después, pocos años antes de su muerte. No resultaba extraño por tanto encontrárselo en las estaciones de costumbre, vestido con levita y con toda la parafernalia, las noches que se preparaba para someterse al dictamen del público y especialmente de los feroces críticos. Sin embargo, su puntualidad llegó a ser legendaria, así como otras manías y las duras sesiones en que convirtió sus ensayos, a prueba de músicos melindres y en plena competencia con Toscanini. Mañana miércoles  se cumplen 150 años del nacimiento de este judío abrazado a todas las modalidades de exilio que cambió decididamente la historia del siglo XX, aunque aún no queda claro si lo hizo más como compositor, dado el enorme caudal de su influencia, o como batuta, a partir de la liturgia que impuso, aún respetada, por la cual acudir a un concierto o a una ópera dejó de ser una práctica social de chafardeo y vano lucimiento para convertirse en la ceremonia respetuosa que es hoy día.

En realidad, pretender escindir el Mahler director del Mahler compositor es una tarea improbable y por tanto inútil. El alumbramiento de una partitura como la de su Sinfonía nº6, la Trágica, implica un conocimiento profundo de la orquesta no sólo como conjunto de timbres sino como instrumento, para lo que el ejercicio de la tarima resulta esencial. Es en sus diez sinfonías, incluida la última inacabada, donde Mahler se exhibe de manera más integral y rotunda, en todo su esplendor y magisterio. Superados los postulados del Romanticismo, el músico amplió los resortes del género hasta introducir en él elementos dispares e incluso considerados antagónicos, ya que, en sus propias palabras, componer una sinfonía era "construir un mundo con todos los medios posibles". La inicial (y perdurable) conjugación de la propia sinfonía con el lied abrió las puertas a nuevas e inesperadas incorporaciones, aunque, como afirma el crítico e historiador Alex Ross, lo que Mahler estaba haciendo era precisamente devolver a la sinfonía a su aspiración integradora original, sólo que en el marco preciso de su tiempo.

Lo paradójico es que Mahler, segundo hijo de los quince de un posadero que empleaba las palizas con frecuencia para dejar constancia de su autoridad en casa y de una madre abnegada que vio cómo nueve de sus vástagos morían sin cumplir los seis años (lo que influyó de manera decisiva en el propio músico, que perdió a su primogénita a causa de la escarlatina y la difteria), se dedicó a la dirección de orquesta casi por casualidad, o más bien por un capricho del destino. A sus 20 años, después de haber estudiado en Praga y Viena junto a maestros como Alfred Epstein y Anton Bruckner, se presentó a un concurso de composición con su cantata La canción del lamento; de haber ganado, podría haberse garantizado el sustento económico durante una buena temporada dedicándose únicamente a la composición. Pero el premio se le escapó y aquel mismo año comenzó a trabajar con algunas orquestas locales de la Bohemia antes de instalarse definitivamente en Viena, donde le fue ofrecida la dirección del Teatro de la Ópera en 1897. Durante toda su vida, Mahler se dedicó a componer únicamente en los veranos, en una cabaña que mandó construir cerca de su casa en Viena y en la que se enclaustraba tras prohibir a sus allegados que se aproximaran a su madriguera. Nada podía interrumpir su cita con las musas.

El músico mantuvo con la capital austriaca una relación de amor y odio que se prolongó incluso durante su etapa final en Nueva York. Ya cuando cruzó el charco advirtió de que cuando llegara "el fin del mundo" quería estar en Viena "porque allí todo llega 25 años más tarde". Pero su condición de judío le hizo pasar más de un mal trago en una sociedad en la que las posturas antisemitas se extendían como la pólvora tanto entre la alta burguesía como entre los sectores proletarios (llegó a recibir abucheos y amenazas en la tarima por esta cuestión, de la que admitió sentirse liberado en Estados Unidos). Por ello llegó a afirmar: "Soy tres veces extranjero: un bohemio entre austriacos, un austriaco entre alemanes y un judío ante el mundo". Cuando  la Ópera de Viena le impuso como condición que abrazara la fe católica para acceder a su dirección, él aceptó como si se tratase "de un cambio de vestido". Sin embargo, sus orígenes, para bien y para mal, habrían de pesar en su conciencia hasta el final.

Tanto en Europa como en Estados Unidos, Mahler impuso normas estrictas al público y a los músicos de la orquesta: ningún espectador podía acceder a la sala una vez comenzado el concierto o representación de ópera, y en los ensayos ningún maestro podía salir antes de que lo hiciera él, por mucho que se hubiese cumplido el horario establecido (lo que, sobre todo en Nueva York, le granjeó no pocos problemas con los sindicatos). Hoy, la interpretación de la Sinfonía nº 1 'Titán supone un reto para cualquier instrumentista. Pero Mahler nunca ha sido de tantos.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios