Cultura

En la memoria

SÉ que a pocos importará cuándo y dónde conocí a Dámaso Ruano, cuánto llegué a apreciarlo y cómo calaron en mí sus palabras de hombre honesto y tremendamente generoso, inteligente, con sentido del humor, servicial y auténtico. Sé que una humilde redactora no tiene demasiado derecho a llenar estas líneas, pero en estos momentos en los que aún no he asumido la triste noticia de su muerte, escribir es lo único que se me ocurre para rendir mi particular y sentido homenaje a una persona sencilla que me dio mucho cada vez que tuve el honor de entrevistarle, de pasar con él un rato en el estudio, de observar su obra, de reír sus ocurrencias, de escuchar el latido de sus pinceles, de mirar el mar desde su terraza.

Me enamoré por completo de aquellos cuadros que vi en el Museo del Patrimonio Municipal allá por el año 2000. En esa muestra se exhibían cuatro décadas de un artista sincero que me cautivó aún más cuando me acerqué a él. Yo era una principiante, pero él me explicó con paciencia y humildad el sentido de toda una obra. Desde entonces seguí sus pasos con verdadero entusiasmo. Nunca paró de pintar hasta que la enfermedad pudo con su pulso. Y hasta esta última etapa, su obra siempre supo llenarme por completo. La manipulación de elementos, el uso del color, la elegancia en las formas, la sutileza de la composición me han resultado de extraordinaria belleza. Era y son para mí de un magnetismo irresistible.

En su estudio, un lienzo me esperó durante años. Ahora miro ese paisaje a diario y su quietud y profundidad me llevan hasta los ojos de Dámaso Ruano. El pintor se ha ido, pero supo dejar un gran legado que sobrevivirá a todos, porque su arte no morirá nunca y en él reside su alma inquebrantable.

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