Las palabras de la carne | Crítica

El huevo o la gallina

Elena Esparcia y Alessandra García, en 'Las palabras de la carne'.

Elena Esparcia y Alessandra García, en 'Las palabras de la carne'. / Virginia Rota

Contaba Juan Luis Galiardo que cuando representaba los clásicos del Siglo de Oro y le tocaba defender algún largo monólogo en verso, se imaginaba que un espectador se ponía en pie en el patio de butacas, levantaba la mano y decía en voz alta: “¡La gallina!”. Pues bien, Las palabras de la carne no es un clásico del Siglo de Oro, pero sería la obra perfecta para que sucediera algo así. Es más, un servidor estuvo tentado de invocar algún bicho en el estreno con tal de que de una vez sucediera algo. Parecía un golpe de humor el momento en que Alessandra García se dirigía al público para acusarlos de estar aburridos, de cometer el pecado mortal del aburrimiento, porque la verdad es que sí, yo al menos estaba ya para entonces mortalmente aburrido, como una ostra, con la cabeza en otra parte como una mera estrategia de supervivencia, para respirar un poco. De modo que no se puede decir que no hubiera conexión entre los artistas y el público: ellos nos acusaban de estar aburridos y nosotros, maldita sea, lo estábamos. Es difícil describir Las palabras de la carne: parece el ensamblaje de muchas cosas, el resultado de un viaje creativo en el que se quiere salvar todo y en el que ciertos elementos, sin embargo, debían haber pasado a mejor vida. Al principio apunta a una posible historia, un conflicto familiar en un funeral, pero pronto queda claro que ahí no hay personajes, sino arquetipos. Lo que sucede desde entonces es un monumental sermón en plural mayestático sobre lo malos que somos todos “en este país” al que hay que echarle ganas.

Muy a pesar de la participación de talentos enormes (Luz Arcas, Jorge Colomer, Virginia Rota y la citada Alessandra García: su intervención en la primera parte es lo mejor de la obra junto al trabajo del movimiento y la iluminación, únicas reservas de cierta poética), Las palabras de la carne quiere ser grito y se queda en pataleta. Para no decir nada, se empeña en colar metáforas a porrillo. Formalmente, sin embargo, funciona como una homilía de cura antiguo, en una afirmación aplastante, sin matices ni emoción, en un empeño decidido por emular la versión más calvinista de Angélica Liddell (Las palabras de la carne arremete contra el cristianismo y sin embargo exhala moral cristiana en cada poro). No obstante, viendo la obra, no podía dejar de pensar: bravo por esta gente. Bravo porque han venido a hacer lo que les da la gana. Seguro que Las palabras de la carne será un gran éxito, porque parece que los sermones vuelven a estar de moda. Y yo seré el primero en celebrarlo. Aunque prefiera la gallina al huevo.

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