Puede que sea la palabra más fea de pronunciar a lo largo de cada edición del Festival. Pero la más cierta y contundente. Al estudiar la agenda diaria no miramos tanto aquello a lo que tenemos que asistir, que eso más o menos ya lo traemos estudiado y planificado de casa, sino todo lo que se nos solapa. Lo que inevitablemente nos vamos a perder. Si estás en el Auditorio del Museo Picasso, no puedes estar al mismo tiempo en el del Museo Carmen Thyssen. Por muy cerca que estén, y por mucho que apetezca dar un paseo por el centro de la ciudad con esta luz de junio que quita el sentido. Pero es que en esa franja que discurre entre las cuatro y las siete de la tarde ocurren demasiadas cosas a la vez en el Festival. Y cuando digo demasiadas, no exagero. Ello sin contar con las proyecciones propiamente dichas.

Hace años, por ejemplo, que renuncié a la sección de Documentales, aun a sabiendas de que se trata de una colección exquisita, que se proyecta en uno de esos marcos, el del rehabilitado Teatro Echegaray, donde permanecer un rato es un verdadero regalo. La selección que realizan Miguel Ángel Oeste y Moisés Salama no tiene nada que envidiar a la que se exhibe en Documenta Madrid, que precisamente este año casi ha coincidido en fechas. Pero lo dicho, es cuestión de solapamientos.

Por supuesto que a quienes defendemos ver el cine en el cine, y sabemos que no hay nada como disfrutar de una proyección en pantalla grande, no nos tienen que advertir de lo que nos estamos perdiendo. Pero las películas quedan ahí, mientras todos esos actos de la agenda son momentos efímeros que sólo se pueden vivir una vez. Por lo que no queda más que elegir.

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