Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Sevilla, su Magna y el ‘after’
En uso de la estrategia, hasta ahora patrimonio de la izquierda, que pasa por el rechazo en la calle al Gobierno aún embrionario, Vox ha celebrado manifestaciones en varias ciudades bajo el lema España existe. Y qué hallazgo, de hecho, la comprobación de que España, cual dinosaurio monterrosiano, seguía todavía allí. Si el conocimiento nace de la certeza de que lo que no se nombra no existe, he aquí a España bien nombrada, con tal de que su reivindicación despeje todas las dudas. La cuestión es, claro, a qué España nos referimos. Porque el principal problema al que nos enfrentamos es la consideración de España no como un modelo de convivencia, no como una fraternidad consciente de un futuro común, ni siquiera como un objeto de desarrollo político, social y económico; sino, más bien, como una causa de legitimidad de la postura y conformidad propias respecto a las del adversario. Desde Don Rodrigo, España ha venido siendo, con perdón, lo que diga la rubia. Y así no hay manera. No es difícil imaginar qué España es la que dice Vox ahora que existe, pero eso es lo de menos: lo más grave es que ésa es una España de unos pocos, definida por exclusión, concebida como un club en el que los miembros tienen la certeza de que no van a encontrarse un negro en la piscina. Y existe, por supuesto. Pero las demás, también.
Si de identidades se trata, la española parece fluctuar así entre bandos contrarios sin terminar de acomodarse en ningún sitio. La Transición, de hecho, nació con ese empeño en juntar cabezas distintas a ver qué sale, pero desde entonces el personal anda preguntándose quién se llevó la perra gorda en todo aquello. Precisamente por esa incapacidad de consenso respecto a lo que a España y a su identidad se refiere, ser español es lo más parecido a no ser de ninguna parte. Por eso el nacionalismo, ya sea centralista o periférico, es aquí el negocio perfecto: ofrece un consuelo razonable frente a un vacío que seguramente para muchos es difícil de digerir. Otra cosa es que el consuelo sea un cuento de hadas y se materialice en la más honda insolidaridad, pero en comparación es un precio razonable. Supongo que el político de mayor talla será capaz de ver en el vacío no un desastre, sino una oportunidad. Lo importante no son las identidades, ni mucho menos los territorios, sino en qué medida estamos dispuestos a ganar un futuro para todos. Y me temo que esto nadie, todavía, ha terminado de explicarlo.
La identidad de esa España que existe debería ser el camino, no la meta. El medio, nunca el fin. Mientras, seguiremos a la espera de algo que igual no necesitamos.
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