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Ayer, 23 de abril, se celebró el Día Internacional del Libro, conmemorando que en ese día del año 1616 murieron Cervantes, Shakespeare y el inca Garcilaso de la Vega. No hubo discursos, ni premios, ni engalanadas ferias que lo celebraran; ese día el libro -como todos nosotros- quedó confinado en la privacidad de los hogares. Lo que no es mal sitio, pues el libro, para celebrarlo como se merece, o sea leyendo, requiere de un espacio virtual que no es el de la verdad, sino el de la verosimilitud, y ese espacio del "como si fuera verdad", que cada vez que uno abre un libro implícitamente pacta con el autor del mismo, solo se da en el recogimiento. Obviamente, me estoy refiriendo sobre todo a las novelas: la gran protagonista de este Día Internacional.
La literatura (primero oral, después escrita) inventó el mundo, le dio sentido. Al mundo y a nosotros mismos, como parte de esa enorme e inagotable trama que es el mundo y su gente, pues -en cierto sentido- también nosotros estamos escritos con el mismo barro con el que se escribe una novela. Que "somos una novela", ya lo argumentó Freud en 1908, en la Novela Familiar del Neurótico, donde sostiene que nos constituimos haciendo novela de nosotros mismos y, en consecuencia, que es con la ficción con lo que construimos la realidad; desde la ficción percibimos el mundo, lo pensamos y creamos, lo sentimos y actuamos. Por eso leemos novelas, porque las novelas liberan las pasiones y las ficciones que nos constituyen, ponen al descubierto lo que somos, nos hacen acceder no a una scientia, sino a una sapientia viva, transmitida de generación en generación: el sentido de la vida, de la muerte y, sobre todo, del mientras tanto… Así, como dice el sultán Schahriar a la bella Sherezade en las Mil y una noches: "Tu voz me apacigua y tus cuentos me vuelven bueno". No se puede mostrar de mejor manera el efecto de la literatura en el alma humana: "letras" a las que el autor y el lector insuflan vida, transformándolas en el mejor antídoto frente a la locura y la maldad, frente a la muerte (a la que sin negarla, deja en suspenso). Por eso, mientras leemos ("como si fuera verdad"), las novelas y sus personajes cobran vida y nos trasformamos en Don Quijote, en madame Bovary…, y sentimos como ellos, pues el libro, al ser el fruto del pacto sagrado y profano de los dioses y los hombres, es capaz de crear y recrear todos los mundos posibles.En mi caso, de niño, comencé con los tebeos. El Jabato, Capitán Trueno, Apache, Piel de Lobo, Pulgarcito, Hazañas Bélicas… Entre sus viñetas viví todas las aventuras propias de la infancia, erré y aprendí, luché, amé a la princesa Sigrid, conocí el valor de la amistad, el placer de la aventura, el viaje y el retorno, la diversidad del mundo y su gente, y así, nunca como una obligación, sí como un deleite que exige esfuerzo, porque la belleza cuesta y hay que trabajarla, me fui adentrando en el misterio deleitoso (a veces, maldito) de la literatura.
Les recomiendo que lean buenas novelas. Sean exigentes. Hay excelentes novelas que acontecen en tiempos de virus y vibriones. "Vivan" la algarabía juvenil del Decameron, de Boccaccio; los amores contrariados de Los Novios, de Manzoni; el fervor laico de El velo pintado, de S. Maugham; los devaneos de Hans Castorp, el protagonista de la Montaña mágica, de T. Mann, o de Gustav von Aschenbach, en Muerte en Venecia, también de T. Mann; o La peste, de A. Camus; o El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, o… Ya digo, vivan y lean, cuídense y disfruten de los libros, sobre todo ahora, en los tiempos del Covid.
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